La Promesa de Cupido

Capítulo XVII

Aquella noche soñó con un hermoso río de aguas cristalinas por el cual flotaban pequeñas flores de colores vivos y fosforescentes a la luz de la luna. En la orilla del río se encontraba una mujer de cabellos cobrizos y belleza exuberante, toda ella despedía un suave brillo y le hablaba a Amor con una voz dulce y melodiosa, invitándola a que se sentara a las orillas del río junto a ella.

Así lo hizo la rubia, se acercó con paso decidido a la mujer que no podía ser más que una Diosa. Se sentó sobre el césped que crecía a orillas del río, la Diosa se sentó a sus espaldas y comenzó a acariciar y peinar los cabellos de Amor.

— No te haré daño, querida —repetía una y otra vez con tono meloso.

— ¿Quién eres?

— Soy Megara —respondió después de unos segundos— y presto mi ayuda a quienes se la merecen.

Amor sintió como Megara movía los dedos por su cabello, peinándolo lentamente. Recordó entonces las palabras de Aries, en el trayecto que había hecho hasta la Tierra, él había sido quién le había aconsejado buscar a la Diosa, lo cual había olvidado completamente. Aquella Diosa había aparecido en sus sueños, sin Amor  siquiera buscarla, lo que le dio un poco de mala espina.

Con miedo de ser irrespetuosa hacia la Diosa, formuló su siguiente pregunta.

— ¿Por qué estoy aquí?

Megara tomó una flor color rosa neón que pasaba frente a ellas por el río y la colocó entre los cabellos de Amor.

— Me gusta venir aquí cuando deseo pensar y disfrutar de mi propia compañía. Verás, este lugar es como mi propio santuario y has aparecido en él como si de tu casa se tratase —notó en el tono de la Diosa un poco de veneno.

— ¿Lo… siento?

— No, está bien —dio una palmadita en el hombro de Amor—, porque después me dije que podría ser importante.  La verdad es que esperaba que me buscaras, te has tardado un poco, de todas formas he decidido que te prestaré mi ayuda.

Amor se sintió confundida y al no saber qué decir asintió muy débilmente.

— Así que esto es bastante sencillo —continuó con tono alegre—. Tú sólo debes buscar mi templo cuando estés lista para recibir mi ayuda, sé que hay una especie de ritual ridículo para que pueda hacer acto de presencia, pero no lo recuerdo bien… De todas formas seguro lo resolverás.

— Bien, ¿y en qué exactamente me puedes ayudar?

— Encontrar a tu madre, liberar a tu padre, salvar tu hogar… ¡ya sabes, lo usual! —dijo con tono demasiado entusiasta. Amor se animó a pesar de sentir como el sueño se apoderaba de ella.

— ¿En serio?, ¡¿cómo?!

— Eh, eh. Las respuestas están el templo.

 

 

Amor despertó de golpe, asustando a David quien dormía plácidamente a su lado.

— ¿Qué diablos te pasa? —preguntó, medio atontado.

La rubia respiraba agitadamente como si hubiese mantenido la respiración por mucho tiempo. Desvió la mirada hacia la ventana donde unos cegadores rayos de luz traspasaban las cortinas. Sintió de pronto una punzada de añoranza hacia Jordan y su habitación.

Luego espantó esos pensamientos sacudiendo la cabeza. Algo cayó disparado hacia la almohada detrás de ella, cuando volteó se encontró con una pequeña flor de color rosa neón.

Era la misma que la Diosa del sueño había puesto entre sus cabellos.

— Yo… —balbuceó—, me pasó algo muy extraño.

David abrió sus ojos en alerta máxima.

— ¿Qué de extraño?

— Creo que… pues… ¿una Diosa me visitó en sueños?

— ¿Eso es posible?

— ¡No lo sé, tu eres mi ángel guardián o algo así!, ¿no deberías saberlo?

David abrió la boca para contestar cuando su amigo el pelirrojo irrumpió en la habitación. Ambos lo miraron.

— ¿Interrumpo? —preguntó con tono gruñón.

— Sí… —murmuró David al tiempo que Amor decía que no.




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