La Rebelión de los 57. Prados y Nieve

Capítulo VI

Cada vez que Diago se raspaba las rodillas, Diana estaba cerca de él para desinfectar sus heridas; cuando Lane se engripaba, su sopa de pollo parecía una cura infalible a todos sus males. Era algo en su corazón, no sabía explicarlo con palabras exactas, pero lo llamaría como un deseo por verlos sonreír. El mundo estaba lleno de bravucones, enfermedades, tristeza, pobreza y lo sabía muy bien, pero no quería aislarlos de lo bueno del mundo por querer protegerlos de lo malo; estaba en su deseo verlos alegres, eso involucraba dejarlos ir y enseñarles a defenderse, a ambicionar, a soñar.

Pero eso no mataba la preocupación, mientras unos chiquillos de unos nueve y ocho años se divertían con la pelota junto a los hermanos Marine y los hermanos Hamlet, a ella le angustiaba el tipo de hombres en los que se convertirían. Los había hecho tenaces, ambiciosos, humildes y, sobre todo, inteligentes, pero le seguían perturbando preguntas como “¿Qué tanto podrán resistir?” o “¿Qué tan lejos llegarán, así como son?”. Si no se vuelven la mejor versión que ellos esperan de sí mismos, también ella tendría algo de la culpa.

Sin embargo, después de los acontecimientos de los últimos días, ya no se sentía angustiada: Diago August y Lane Félix ya no eran los niños por los cuales velaba hace años y cuyos destinos no la dejaban dormir, eran adultos jóvenes que, como dirían algunos, eran lo suficientemente mayores como para salir del nido. Además, los veía alegres, risueños, porque emprenderían la campaña de su vida: en la que su corazón sería su mayor guía.

Aun así, no dejaba de sentir algo pesado que la halaba desde el pecho. Las palabras de sus hijos resonaban en su cabeza desde hace días, pero eso no fue la cura a su malestar:

«Eres mi mamá… no quiero dejarte sola»

«Prometo volver ¿Sí? No me olviden»

Diana contemplaba plenamente el umbral de la ventana, la luz que la traspasaba dejaba vista de las motas de polvo. Sus hijos menores limpiaban la casa con plumeros grandes, las camas de Diago y Lane se ensuciaban un poco, pero su madre estaba más perdida que nunca. Al menos eso lo notó Nathan, su hermana menor y gemela estaba inmersa en su tarea.

─ Mamá, despierta ─ exigió Nathan, pisoteando.

─ Ay perdón ─ dijo ella, recapacitando ─, se me fue el pedo. Sólo… me puse a pensar en sus hermanos, es todo.

─ Entiendo. Oye, ¿Hablaste con el doctor Egun? No he sabido nada en ya varios días.

─ Eso… pues… no lo he hecho.

Nathan sólo supo hacer un mohín de rabia, hasta llegó a creer que Diago tuvo razón hace ya tiempo: su madre se estaba volviendo loca, olvidaba las cosas, divagaba entre sus pensamientos, era como si no estuviera ahí con ellos.

Los gemelos bajaron la escalera hasta la planta baja, pudieron reparar las ventanas con algo de dinero. Las cosas en la capital no estaban tan prósperas como se prometió: la inflación sí resultó real, pero los nuevos administradores procuraban disminuirla. Mientras Emma jugueteaba, Nathan suspiraba: incluso siendo gemelos y mejores amigos, los separaban los ánimos continuamente.

Citando a sus recuerdos, Nathan era un ambicioso y enérgico muchacho, con aspiraciones poderosas y demasiado exigentes para su edad; Emma era todo lo contrario, era afable, sonriente y talentosa, literalmente no había nada que no hiciera bien con algo de práctica, y no parecía tener prisa para hacer algo. Ella era como la caja de sorpresas de un ilusionista ambulante y Nathan como el camafeo de un príncipe.

─ Hermano, tienes cara de malas pulgas de nuevo.

─ Ay ¿Y qué? Sólo… me enojé ─ farfulló, inflando sus mejillas en un berrinche.

─ Bueno. ¿Sabes en qué me puse a pensar? En lo bonitas serían unas cortinas.

─ Emma, ¿Puedo hablarte de algo? ─ decía balbuceando.

─ ¡Por supuesto que puedes!

─ ¿No crees que mamá se está comportando… diferente?

─ No lo creo…

─ ¿Cómo qué no? Ella está así desde que Lane se fue, y también desde que Diago desenterró ese cachivache del patio y lo siguió también. Parece que enloqueció.

─ Pues sí… creo que es porque los extraña, yo también los extraño. ¿Qué tal tú?

─ ¿Te soy honesto? Apenas y extraño a Lane.

Los ojos avellanados verdosos de Emma se abrieron igual que lunas llenas.

─ ¿Por qué? Son nuestros hermanos.

─ No podemos hablar como si ellos no pensaran lo mismo que nosotros. Todos en esta familia son así: date cuenta que Diago y Lane nos ven como… otros niños que salieron de la nada.

─ Diago y Lane son muy buenos: acuérdate de cuando Lane nos salvó durante el golpe de estado, o cuando Diago nos cuidó de pequeños. Ellos dos son nuestros hermanos y nunca negaron que nos querían.

Nathan levantó una ceja en un sarcasmo burlón. Emma hizo un mohín como respuesta, odiaba esa estúpida ceja.

─ Es muy fácil mentir ¿Sabías? Mientras mamá nos pone a trabajar como burros aquí, no le importa nada. Pero si Diago y Lane, ese quejumbroso caso perdido y ese bobalicón sonriente, tienen si quiera un callo en un pie, se desmorona la casa…

Emma lo castigó sacudiendo el plumero en su rostro, manchándolo del puro gris de la suciedad. Nathan estornudó como loco después de eso, escupiendo igual que un rociador, con la nariz tapada de moco, su lenguaje emporó. Ya no sólo se le torcía la lengua.



#1083 en Fantasía
#1602 en Otros
#95 en Aventura

En el texto hay: fantasia, aventura epica, magia acción

Editado: 05.01.2024

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.