La Rebelión de los 57. Prados y Nieve

Capítulo XXXII

Nadie conocía a profundidad a la familia Bloody, muy pocas personas se acercaban a saludarlos en su antiguo barrio por dos grandes razones: por su cabello blanco y por su alta tasa de natalidad. Algunos insensibles los asociaban con ratas en su propia cara, pues tenían el cabello del mismo color que las más asquerosas, la misma indigencia y también se reproducían como locos.

Del matrimonio no consumado de los peliblancos Garrod y Perla Bloody, salieron un total de seis hijos: Isaak, Alcorne, Miranna, Garold, Aaron y Yélix. Tras parir a su última hija, la madre falleció y el padre, desafortunadamente, murió tras una violenta pelea en un bar: un grupo de hombres lo había matado a golpes y nadie llegó a socorrerlo.

Los últimos tres niños quedaron solos, puesto que en sus hermanos mayor nunca existió la empatía, lo que los llevó a todos a tomar sus propios caminos. Garold, Aaron y Yélix vivieron los primeros siete años de la niña entre las casas adosadas, algunas personas de cabello blanco también solían prestarles apoyo de tanto en tanto por ser niños. Pero todo cambió cuando se convirtieron en ladrones a armas blancas.

Garold era temerario y estricto, siempre supo que en él quedaba el rol de protector de sus hermanos cuando los más grandes partieron sin ellos. Es por ello que instruyó a Aaron, su hermano menor por tres años, a robar junto a él. ¿Sus razones? Otros peliblancos, que eran hasta más pobres que ellos, robaban sin remordimiento.

Aaron, desde que nació, no hablaba mucho. Ni siquiera antes de aprender a hablar pronunciaba algún ruido, pero cuando se le incitó a conversar, aprendió bastante rápido. Su especialidad era ser carterista, podía pasar entre las personas en las avenidas y deslizar sus manos entre sus bolsillos sin ser visto. Era capaz de hacérselo a cien personas y nunca lo llegaban a atrapar. Garold, en cambio, era más rudo y estaba dispuesto a sacar su navaja en la cara de sus víctimas, pero Yélix, la menor de los tres, nunca se involucraba en sus fechorías.

No obstante, aparte de robar, Aaron siempre tuvo otras pasiones más auténticas que ser carterista. En la noche, solía subirse al techo del teatro Pomperta tras una poderosa odisea brincando entre los tejados. Cada fin de semana, él llegaba hasta la bóveda de cristal y contemplaba su obra musical favorita: Bichos, una historia épica sobre una Catarina llamada Bitzy que llegaba a un jardín nuevo lleno de diferentes bichos que cantaban y competían para complacer a la Reina Araña.

Bajo la luz de las estrellas y el humo de las máquinas, Aaron daba grandes giros, piruetas y hasta cantaba las canciones a todo pulmón. La emoción que nunca expresaba a diario la sacaba ahí arriba como el vapor de una locomotora: con fuerza, energía y orgullo. Su mayor sueño, desde la primera vez que pasó por ahí, siempre fue protagonizar un musical o, en caso de no lograrlo, espectar su obra favorita. Hasta comenzó a aprenderse todas las partes del teatro y los tiempos de descanso y acción en la tarima.

Por desgracia, ese teatro sólo dejaba pasar y trabajar a Hugones tatuados y, por pura suerte, a mestizos. Aún con tal tipo de derrota, Aaron seguía yendo a su rincón especial cada que podía y a escondidas de sus hermanos. Hasta tarareaba las canciones frente a ellos sin ninguna pena. Sin embargo, una vez que su hermano se enteró, su mundo ideal se hizo pedazos como una pieza de porcelana.

— ¿Teatro? ¿Eso es lo que haces a mis espaldas? Qué maricón – espetó con desagrado —, ¿Acaso eres homosexual? Ningún hermano mío haría eso.

El chico, en su momento, no supo el significado de esa palabra y su hermano, lleno de rabia, jamás se lo explicó. Esa fue la primera vez que veía a su hermano con tanta ira. Supuso, con su joven mente, que un homosexual era alguien a quien le gustaba el teatro.

Aunque eso no lo detuvo de volver, porque comenzó a colocar valeriana y manzanilla en la leche de su hermano las noches que se presentaban. Se memorizó hasta los nombres del reparto y, pese a ser de la Orden de la Cobra y tener más que visibles sus tatuajes, los admiraba: Arthur Bozzker como Cucarachón, Lynda Borgein como Madame Mantiss o Leandor Morcovan como El Chinche Mágico, quien era su favorito.

Un día, en la Plaza del Urbano, cuando tenía doce años, Aaron estuvo viendo a la gente caminar por las calles una vez que se le antojó distinguirlos mejor. Había más no tatuados que gente de la Orden por oleadas, aunque no se descartaban aquellos tatuados de alta alcurnia que pasaban en sus carruajes de primera, pero todos eran iguales en una cosa: tenían la libertad de caminar de la mano, como víctimas del amor.

Siempre veía hombres y mujeres agarrados de las manos y, con su mente tan fugaz y errante, se puso a hacer hipótesis: si dos hombres o dos mujeres se tomaran las manos como novios o novias, ¿Qué pasaría? ¿Explotarían? ¿Les arderían las manos? Él rozaba manos con su hermano muy seguido y asumió que no pasaría nada si lo intentaba. Eso le decía su corazón y esa parte de él siempre iba de primero.

Fue entonces cuando su hermano arremetió contra él a golpes, frente a su hermana que no pronunciaba ninguna palabra. Garold le dejó un ojo morado, el labio roto y la nariz sangrando, incluso cuando le repuso las heridas tras eso, no cambió su posición: su hermano se estaba haciendo débil y ridículo, no iba a sobrevivir a las fuertes calles de la Morada de Mercurio.

— Maldito pedazo de mierda – le profirió hasta escupirle —, ¿Te crees muy gracioso? Pedazo de maricón, ¡Vuelve a hacer algo así y te mato!



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En el texto hay: fantasia, aventura epica, magia acción

Editado: 05.01.2024

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