Panqueque lloraba en silencio detrás de un montículo de piedras. El edificio amplificaba los sonidos y los hacía llegar hasta ella con un escalofriante eco que le revotaba en los huesos.
—¡No… se llevarán…! ¡¡A Panqueque!! —oyó cuando llegó al lugar, seguido del estremecedor crujido de una pared de yeso.
Detrás de aquel montículo, Panqueque podía escucharlo todo. Los golpes, los gritos y… la voz de aquel.
—No hace falta seguir con esta fútil contienda.
Cuando escuchó aquellas palabras, aquella voz… Panqueque tembló del miedo. Era una voz suave pero ominosa, tranquila pero visceral. Era… la voz que escuchaba en sus sueños.
—Ah… El miedo…
Su risilla hizo sentir un feroz escalofrío que escaló la espalda de Panqueque hasta converger en los omóplatos, obligándola a agitar los hombros como si una carga eléctrica le recorriera el cuerpo. Estaba empapada en sudor, las piernas le ardían sobremanera por la distancia que recorrió a trote y sentía como si sus pulmones se abrasaran pero, cuando lo oía hablar… cuando escuchaba la funesta voz del vampiro maestro… sentía frío.
Un frío gélido y profundo que emergía desde el interior de su alma, le recorría las extremidades y le hacía sentir pinchazos en los dedos y la lengua. Sentía la saliva salada, los ojos ardientes y los lunares de su antebrazo la atormentaban con un picor insoportable. Infeccioso.
«¿Por qué? —pensó mientras apretaba los dientes, rascándose los lunares. Tenía el rostro empapado en lágrimas—. ¿Por qué me pican tanto?»
Aquellos lunares, las marcas de nacimiento que se dibujaban marrones en su antebrazo izquierdo, ¿por qué picaban tanto? Y peor aún: cuando Panqueque escuchaba hablar a aquel ser, sentía, muy dentro suyo, en los confines más oscuros e inexplorados de la memoria podía sentir como si ya lo conociera. No. sentía como si él la conociera a ella.
Los gritos de Heather la despertaron del transe. La mujer gritaba de manera desgarrada; la voz se hacía jirones en el aire como una tela andrajosa.
Su corazón dio un vuelco. «¡La están matando!» pensó, poniéndose en pie y desenfundando a Sídney, su ballesta. Pero… ¿qué podía hacer?
Volvió a arrodillarse tras el montículo de tierra, asomando los ojos. Respiró profundo, se secó las lágrimas y trató de pensar. Trató de pensar lo que haría Jabalí en su lugar. Ya era tarde para tratar de ayudar a Heather. Incluso si entrara corriendo, sería poco más que un intento inútil. La atraparían, y todo acabaría en medio segundo.
Analizó el edificio con la mirada; volvió a colgarse la ballesta en el hombro izquierdo y pensó. Tenía que ser más inteligente, se dijo. Aquellos hombres derrotaron a Jabalí; ella había visto a aquel hombre cargar con kilos y kilos de materiales cuando construían las trampas. Derrotarlo no debió ser tarea fácil, pero lo hicieron, eso era un hecho, entonces… ¿qué le quedaba para ella? Panqueque comenzó a caminar tras los montículos y la maquinaria, mirando el edificio. Pensando. Ella era solo una niña, por muy fuerte que sea, por más rápida que fuera recargando la ballesta y sin importar lo precisa que sea, no podía pelear sola contra Dios sabe cuántos hombres que, según recordó que dijo Jake, no sentía ningún dolor que los frenase. A cada paso que daba, era más consciente de su condición, de su limitante.
«Sin embargo, soy casi invisible —se dijo—. Eso dijo Heather. La única forma en que los vampiros me detectan es viéndome directamente. No pueden sentirme. Tengo que hacer un plan. Una trampa».
Miró hacia el interior del edificio. Dentro, la oscuridad era tal que le costaba distinguir bien los pasillos internos. La luz del sol ni siquiera los alumbraba; todo era luz residual que llegaba desde el exterior.
«Se esconde del sol —pensó Panqueque, entrecerrando los ojos—. Jabalí me contó que en las viejas historias, los vampiros se convertían en murciélagos y morían con la luz del sol».
Dentro, oyó la voz de aquel.
—¡Iremos al anochecer! —exclamó el vampiro—. Me abrirán las puertas de su cuchitril, y acabaremos con esto de una vez por todas.
Oyó una voz comunal. Varias personas hablaron al mismo tiempo, al mismo volumen y con la misma proyección. Todos dijeron, simplemente, «sí». Entre las voces, Panqueque distinguió la de Jabalí.
«Lo hipnotizaron —pensó, sintiendo las lágrimas a punto de desbordarle los párpados una vez más—. No, no es momento de llorar. Tengo que ser fuerte». Se frotó el rostro con el brazo, secándose las lágrimas, y siguió caminando alrededor del edificio, escondida.
Llegó al lado este del edificio. Escondida tras un enorme camión de volquete, aún cargado con piedras, observó una gigantesca lona azul que se alzaba cubriendo un cuarto sin pared en el segundo piso. Estaba sujetada con cadenas de sus cuatro esquinas. Metió la mano en la mochila y tomó la mira telescópica de su ballesta, usándola como monocular. La cadena estaba agarrada a unas columnas. No era más gruesa que su brazo y estaba muy, muy oxidada. Si le disparaba desde cerca con su pistola, justo donde dos eslabones se abrazaba, se partiría con facilidad. Jabalí le había dicho que las cadenas oxidadas eran más fáciles de romper. Abrió la mochila para meter la mira y, dentro, observó las bolsas con los dos pequeños explosivos a control remoto. Si el corazón no le latiera con tanta fuerza, y no luchara con sus ganas de llorar, Panqueque habría sonreído.
Miró el edificio durante unos diez minutos. No veía forma de llegar al segundo piso desde afuera. Observó los esqueletos de algunas columnas en el suelo, presas del óxido; cuatro barras de acero abrazadas por varillas corrugadas. Suspiró de frustración al pensar en lo mucho que le hubieran servido de escaleras.
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Editado: 07.11.2023