La Red Escarlata

No vamos a Tally-Ho

Jake pedaleó con todas sus fuerzas. Aprovechó las bajadas para descansar un poco, y siguió pedaleando. Su mano izquierda se sentía fría, y ya casi no quería sangrar; sin embargo, la sentía, no se entumecía y el dolor seguía presente, por lo que no tenía de qué preocuparse. Cuando salió de Aviator, el gruñido y los pasos de los garradores que lo seguían se habían vuelto música para él. Cada tanto, volteaba la mirada; solo habían sido unos pocos quienes dejaron de seguirlo, el resto aún estaba tentada por el olor a sangre.

            A la distancia, observó el cartel que señalaba al puente Gaga. «Tally-Ho a 1km.» rezaba el cartel con letras y flecha blancas sobre un campo sinople.

            «Estoy gafado de nacimiento —pensó con una sonrisa agria, mirando el cartel—. Viraré y un árbol estará caído, o el mismísimo puente, y moriré aquí». Pero no. El puente estaba intacto, dejando de lado los hierbajos que crecían enredándose en las estructuras de chapa, abrigadas en oxígeno.

            Siguió pedaleando, oyendo cómo detrás suyo los garradores tropezaban para virar. El viento le golpeaba con violencia el rostro, adormeciéndolo. Al principio fue fácil pedalear con esa bicicleta, pero las piernas ya se le estaban quejando con su ardor característico que lacera y merma hasta el más mínimo movimiento. Jake soltó una risilla cuando pensó que le daría un calambre y se caería. Rio más fuerte cuando pensó que, si salía de esta, dormiría como un bebé esa noche. Hace cinco años que no dormía bien, y la verdad no le caería mal una buena siesta. Eso lo llevó a la carcajada.

            Cuando silenció, su rostro se volvió serio, tenso. Cruzó el puente en un máximo de dos segundos, e iba a toda velocidad por la avenida Prospekt.

            Prospekt. Significaba perspectiva, recordó Jake. Curiosamente, en Tally-Ho había una cárcel llamada Nova Prospekt. Volvió a reír, pensando que en ese edificio debían de haber un centenar de vampiros garradores con una «nueva perspectiva» de la vida. O lo habría, si no hubieran demolido el lugar y construido una plaza en su lugar. Tally-Ho era una ciudad muy segura en sus mejores años, hace cinco años. Todos se conocían entre ellos, como en Aviator, y rara vez había un robo. Desde que Jake llegó al país para empezar una nueva vida, una tranquila y sin mayores preocupaciones, no recordaba haber oído de ningún robo en aquella ciudad. Ni siquiera en la estación de trenes. Rio una vez más por la ironía. Aviator y Tally-Ho eran ciudades muy tranquilas y seguras; ahora eran infiernos infestadas de monstruos con grandes zarpas.

            Jake sollozó. El cansancio comenzaba a afectarle también la mesura. Venía pedaleando desde… Ya había perdido la noción del tiempo, y los segundos se hacían eternos cuando tenía a incontables bestias persiguiéndole, gruñéndole y aullándole. Era igual en el campo de batalla; los minutos duraban una vida cuando tenías que escuchar constantes disparos y explosiones, así sea a la distancia. «Seguro ya los alejé el tiempo suficiente —pensó, cerrando los ojos—. Ya mejor freno y acabo con esto de una puta vez». Abrió los ojos, respiró hondo y siguió pedaleando.

            No podía rendirse. No así. Tenía que vivir; se lo había prometido a Heather.

            Heather. Cuántas veces aquella mujer le fió medio kilo de pan cuando era fin de mes. Cuántas veces le dio una medialuna extra solo porque le caía bien.

            Al principio, Jake era muy seco para hablar. Muy monosilábico, como lo definía Heather. Decía lo justo y necesario para hacerse entender. Cada mañana iba a comprar media docena de medialunas, y cada noche, medio kilo de pan. Al cabo de dos semanas, Heather ya le tenía listo su pedido antes de que él siquiera llegara. El primer día, Jake creyó que eso solo significaba una buena noticia; no tendría que hablar, solo pagar e irse, pero ella rápidamente lo detuvo para levantarle charla. Esa mañana, Jake descubrió que la panadera se llamaba Heather García, y ella descubrió que él se llamaba Jacob Boone, pero todos le decían Jake. Eso fue todo lo que compartieron esa mañana. Y, con el paso de los días, iban aprendiendo más de el otro.

            Jake había tomado cariño a Aviator. Podía caminar por sus calles de noche sin ningún peligro. Ir a la plaza. A la iglesia. E incluso a la vieja estación abandonada cuando en la ciudad se festejaba el Festival de la Miel, en febrero, y el Festival del Queso, en Diciembre. Fue al primer festival por invitación de Heather, y ésta se sorprendió cuando él no solo no falló ningún disparo en el tiro al blanco, sino que lo hizo en un tiempo record.

            Jake pedaleaba con sus mejillas empapadas en lágrimas, decidido a vivir. No por él, sino por Heather.

            Mientras veía cómo los edificios se acercaban más y más, se arrepintió de no haberle dicho cuánto la amaba. Esa mujer fue la hermana que jamás tuvo, y nunca se lo dijo. Si sobrevivía, se prometió que la abrazaría con todas sus fuerzas al verla de nuevo, y le diría cuánto la quería. Había amado a compañeros, tanto en la calle como en el campo de batalla, pero ninguno como Heather.

            Con sus camaradas podía contar para cubrirle la espalda, pero con Heather podía contar para ir al lago y conversar. Cosas banales, se decía, pero que para él era un gran tesoro.

            Antes de llegar a Gila, el extraño país al este de Argentina, solo conocía el campo de batalla, urbano o no. Pero fue en la ciudad de Aviator donde conoció el calor de un hogar. El cariño de una amiga.

            A lo lejos, vio el cartel que daba la bienvenida a la ciudad. Las palabras habían sido tachadas con pintura reemplazadas. En vez de decir «bienvenido a Tally-Ho» rezaba «¡aléjate de Tally-Ho!». Jake no recordaba que Heather o cualquiera hubiera escrito eso.

            Poco a poco las sombras de Tally-Ho comenzaron a engullirlo. Se adentró por la avenida, y su bicicleta vibró por el suelo de adoquines. Inclinó el cuerpo para dar un giro cerrado hacia la derecha, a una callejuela. A unos cincuenta metros vio la ventana de un bar; la dovela de ladrillo sobresalía unos centímetros y, un poco más allá, se erguían los balcones de unos departamentos. Los edificios eran altos, como de unos tres pisos, pero creía poder lograrlo.



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En el texto hay: vampiros

Editado: 07.11.2023

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