La Red Escarlata

Lucius el vampiro y Tulip la niña

Panqueque caminaba por el edificio. Encontró una escalera que la llevaría hasta la planta baja y descendió, sintiendo cómo el frío del lugar la hacía temblar.

            No. Se dio cuenta de que no temblaba por el frío; la adrenalina le corría por las venas como una llamarada que abrasaba sus músculos por dentro, haciéndola sudar. Temblaba de miedo.

            Sostenía su pistola con ambas manos, apuntando al suelo. No paraba de preguntarse para qué, si en realidad no planeaba matar a nadie. Había escuchado a Jabalí cuando hacían los planes, él se oponía a matar a los hipnotizados, y eso iba a hacer ella. Heather y Jake alegaron que, de ser posible, había que eliminarlos, que eran un peligro. Pero por esa regla de tres, Panqueque también tendría que matar a sus amigos, y no haría tal cosa.

            Soltó un largo suspiro, advirtiendo una nube de vapor que se escapaba por su boca. Se detuvo unos segundos, apoyada contra una columna, pensando en qué haría cuando la vieran. ¿Correría directo a la habitación? Eso no sería muy conveniente. La perseguirían los hipnotizados, y allí le haría lo que sea que querían hacerle. Necesitaba atraer al vampiro. Era a él a quien realmente quería. Pero, ¿cómo?

            Panqueque se dio los nudillos contra la frente, apretando los labios de la frustración. Se arrepintió de no haber traído unos alambras, así podría haber construido sencillas trampas para hacer tropezar a los hipnotizados, dejando al vampiro sin más remedio que ir personalmente por ella. Entonces, ¿qué opción le quedaba, disparar a los hipnotizados? ¿Darles en la pierna e inutilizarlos? Bien sabía, por la historia de Jake, que no sentían dolor. Además, recordaba lo que Jabalí le había dicho la primera vez que le enseñó a usar una pistola:

            —Una bala de pistola es muy peligrosa. Incluso un disparo en un brazo o una pierna puede llegar a matar a una persona, así que ten cuidado a la hora de disparar.

            «Además —pensó Panqueque—, si les disparo y no los mato, estarán lastimados para cuando mate al vampiro». Se mordió el labio, nerviosa. Se estaba quedando sin opciones. Tenía que conseguir que el vampiro la siguiese, ¿pero cómo? Ni siquiera sabía lo que él quería, por qué la quería. Bien podía ser para matarla, como hicieron los vampiros garradores cuando comenzó el apocalipsis, matando a todos los niños, dejándola solo a ella, que sobrevivió gracias a Jabalí. «Matan a los niños porque son inmunes a las mordidas —pensó, recordando las palabras de Gaz—. A mí me matará no solo porque soy inmune, sino porque también soy casi invisible para los garradores». Si ese era el caso, entonces los hipnotizados le dispararían a matar ni bien la viesen. En resumidas cuentas: se había condenado sola.

            «¡No! —gritó a sus adentros—. No puedo echarme atrás. No puedo dejar a Jabalí».

            Se dispuso a dar un paso al frente cuando, de repente, alguien apareció en el pasillo. Era alto, de cabello rizado y barba de una semana. La miraba fijamente, con el rostro tan pétreo como una estatua.

            —Caracoles —masculló.

            El hombre alzó una pistola, y Panqueque la suya, apretando los dientes. Quería disparar para obligarlo a esconderse, pero rápidamente se dio cuenta de que, por más que disparara, aún si las balas le daban, no se movería del sitio.

            —No le dispares, Joaquín —dijo una voz. La voz—. Pero miren nada más… —Panqueque volteó a todas las direcciones, tratando de encontrar la fuente del sonido. La voz del vampiro retumbaba por todo el lugar como la misma oscuridad que surge de todas las direcciones—, tanto esfuerzo para ir a buscarte, y tú vienes a mí como un acto de predestinación. ¿Qué te ha traído hasta aquí, pequeño tulipán? ¿El deber, la estupidez o el amor que sientes hacia estos idiotas?

            Panqueque titubeó, pensando si disparar o no. Su voz temblaba y el sudor frío le caía por la espalda como un millar de pequeñas cascadas gélidas de cristal. El hipnotizado, aquel que fue llamado como Joaquín, dio un paso al frente. Una punzada de terror recorrió la médula de la niña, quien colocó el seguro al arma y comenzó a correr en dirección contraria sin poder contener un gritito de horror. La risa del vampiro inundó el lugar como una funesta nube de tormenta.

            Panqueque viró quiso virar hacia la izquierda, resbalándose con el polvo. Soltó un gruñido cuando el codo golpeó el suelo, pero pudo levantarse casi al instante, corriendo con pasos torpes. Estaba muy adentro del edificio; por más que quisiera correr al exterior, tendría que dar muchas vueltas.

            Otra figura se alzó al final del pasillo la poca luz del lugar le permitió distinguir aquella cara delgada. Era Gaz, alzando el rifle de caza.

            —Pueden dispararle —anunció el vampiro—, siempre y cuando sea a una zona no letal. No quiero que muerda el polvo… —dijo, casi en un susurro extasiado.

            —¡Gaz! —gritó Panqueque, aterrada mientras estiraba sus manos al frente, sin detener la carrera—. ¡Soy…!

            Gaz disparó sin titubear. La bala cruzó el aire, adelantándose al ruido de su explosión mientras destruía toda mota de polvo a su paso hasta finalmente pasar junto a la pantorrilla izquierda de la niña. Fue solo una rozadura, pero fue suficiente para abrir una herida. Panqueque gritó por el dolor punzante, sintiendo un vuelco en el corazón cuando le llegó el ruido del disparo. Perdió el equilibrio, y el suelo se levantó para abofetearla. Intentó levantarse, sujetándose el pómulo derecho. Sus piernas temblaban, amenazando con dejarla caer de nuevo.

            Panqueque alzó la mirada, y contuvo el aliento al ver que Gaz, sin expresión alguna, reculó el cerrojo del rifle como si estuviera cazando a un simple capibara. A su izquierda, la niña vio una habitación.

            —¡¡Gaz!! —gritó ella, sintiendo las lágrimas al filo de los párpados.



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En el texto hay: vampiros

Editado: 07.11.2023

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