La cámara de los Lores estaba sellada.
En su interior, los veinte consejeros del rey aguardaban noticias sobre estado de salud. En las últimas semanas había empeorado considerablemente, los mejores médicos de todo el reino del sur habían acudido a su llamada, pero nadie había podido encontrar la causa de su mal. Ragnar el fuerte no estaba haciendo honor a su nombre, es más, había dado orden de que le dejaran ir en paz, para asombro de todos los hombres allí dentro reunidos.
El sol acababa de ponerse cuando unos golpes en el gran portón de madera, hicieron enmudecer a los presentes. Un humilde sirviente apareció en el umbral con noticias: El rey había muerto.
Einar Ellingboe, presidente de la cámara, un hombre robusto de pelo oscuro, tez dura y barba canosa, se levantó de la silla central que rodeaba la gran mesa de las asambleas.
— ¿Quién puede dar testimonio de ello? — preguntó con su voz grave.
— Sus sirvientes y el médico, señor.
Einar asintió en silencio y mandó que los dejaran solos de nuevo, la noche sería larga.
Dada ya la madrugada, aquellos hombres seguían discutiendo, un único problema y varias soluciones, la sucesión al trono.
— Su majestad nos dio instrucciones, el sucesor tiene que salir de esta reunión. — comentaba uno.
— El rey nos ha dejado muchas incógnitas, ¿Por qué ha muerto solo? — siguió otro.
— ¡Temía a la profecía!
— ¡Esos son cuentos de viejas!
— ¡Propongo a Yunuem del este! ¡Es el siguiente en la línea de sucesión! — exclamó uno de los más jóvenes.
— ¡Imposible, malas lenguas hablan de él! La corona siempre ha sido de Altnarag, no dejaremos el reino en manos de los pescadores.
En ese instante, una voz sonó por encima de las demás. En una esquina de la mesa, uno de los Lores más ancianos cercano al rey, apoyado en la mesa para incorporarse, miró a Einar que se mantenía en silencio.
— Tenemos que contaros un secreto de Estado, pero el pueblo no puede enterarse de esto, Antara no está preparada. — El líder de la cámara soltó un suspiro. — Hay otro sucesor.
*****
El calor la invadió sin avisar.
Alanna estaba acostumbrada a aquello le pasara pero no en las fechas en las que se encontraba. Era de noche, una fría noche de finales de enero. Las paredes de aquel viejo torreón dejaban pasar el aire y por eso no entendía como era posible sentirse así.
Se incorporó del camastro y se puso de pie, delante del espejo roto buscando un poco de paz mental. Contempló su reflejo asustada pero curiosa. Era obvio que ya no era una niña, su cuerpo lo dejaba claro. Agarró un mechón de pelo cenizo, ese que había abandonado su color natural negro y del que apenas quedaban unos pocos a medida que pasaban los años. Las preguntas se amontonaban en su cabeza sin respuesta.
Sintió el jalón del calor creciendo en su interior, ese que trepaba por sus entrañas buscando una salida. Tenía que liberarlo, se acercó a la chimenea medio apagada y apuntándola con el dedo la encendió al segundo. Se lo sopló, era algo fácil de realizar. Volvió a mirarse en el cristal, sus ojos volvían a oscurecerse. Odiaba su maldición, la odiaba por a verle arrebatado su vida y su libertad. A penas tenía espacio entre aquellos muros, su doncella venía a traerle la comida y a limpiarle. Pero Alanna no podía moverse de allí, según le había contado Ivette, la única que conocía de su existencia, había sido por orden de su padre.
Gritó frustrada, cansada de esa celda.
Poco después del amanecer, apareció su criada con el desayuno y unos libros para su entretenimiento. Al menos tenía acceso a una educación básica por su condición de princesa, pero eso le traía sin cuidado, ¿De qué le serviría instruirse si nadie sabía quien era?
— ¿Y esa cara que traes? — preguntó sin formalismo.
— Se trata del rey, es mejor que te sientes.
Aquella mujer madura, rubia y de mirada maternal, le relató al detalle las mismas palabras que le habían pedido que le contara a ella. A cada vocablo que salía de su boca, Alanna se iba haciendo cada vez más pequeña en el sitio.
Querían que volviera a palacio y se presentara ante los Lores para una audiencia. Del fallecimiento de su padre no pudo decir nada, no lo había conocido. Tras su puesta a punto, ya vestida acorde a la ocasión, abrió la puerta de la que había sido su jaula, lo que no sabía, es que iba camino de una peor.
*****
Se sentía como una niña. Una que por primera vez podía ver el paisaje, aunque fuera por la ventanilla del carruaje. Al llegar al castillo se bajó con la ayuda del cochero, Ivette le ajustó la capucha de su manto gris para ocultarla de las miradas ajenas y con un paso lento pero seguro, se adentraron en aquellas paredes.
Alanna soltó un suspiro cerrando los sus ojos. No estaba preparada, lo único que no quería era dejarse llevar por las emociones y liberar lo que dormía en su interior. Su más íntimo secreto.
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Editado: 14.07.2021