La Reina de Fuego

4

La intensidad de su mirada la dejó muda. 

Era atractivo, no es que hubiera visto muchos hombres como ese, rasgos claros y con barba, pero para ella lo era. Aquellos ojos azules le atravesaron el alma y algo en su interior le decía que no era malo. 

Las puertas de la posada se abrieron de nuevo y una Ivette tremendamente sería apareció en el umbral. 

— ¡Alejaos de ella! — gritó y antes de que alguien pudiera decir algo más, Alanna se zafó de su agarre. 

La joven siguió a la mujer, que ya había salido a toda prisa con las manos en su vestido para no tropezar. 

— ¡Parad por favor! Vais muy rápido. — exclamó, pero la dama compañía no escuchaba. 

Había conseguido al guía para llevarlas hasta la frontera, pero el hombre había dado una condición, que salieran de noche. Aunque en un principio se negó, no tuvo más remedio que aceptar, sus opciones escaseaban así como el tiempo que les quedaba. 

Avanzaron por las calles vacías de la ciudad de Rahkam hasta llegar al límite de la misma, donde un extraño desaliñado cargaba sus cosas en un caballo. 

— Quiero la verdad, quiero que me digáis el destino y el por qué de él. — Susurró la muchacha parándose en seco. — Quiero que me expliques quien eres, por qué me habéis cuidado todos estos años, quiero el nombre de lo que vi en el dibujo. 

Sentía el poder crecer en su interior a medida que lo hacía también su miedo. Sus ojos cambiaron y el calor crecía, iba a perder el control.

— Mi niña debemos salir ya, pronto amanecerá y tenemos que estar lejos para el alba. — ignoró sus palabras. 

— No me iré sin una respuesta. 

— Entonces no me dejáis alternativa. — Y tras un murmullo, Alanna se derrumbó en el suelo inconsciente. 

Ivette no sentía orgullosa, sabía que esto le traería consecuencias con respecto a su relación con la joven, pero peor era lo que se avecinaba. Entre el hombre y ella subieron a la princesa al caballo y abandonaron la ciudad. 

 

****

 

Mientras en la posada, sentado en el alféizar de la ventana de su habitación, Azai observaba el cielo estrellado fumando en su pipa. Cerró los ojos, recordando en su memoria a aquella mujer que lo había cautivado con tan solo una mirada, expulsó el humo de sus pulmones mas no a la criatura de ojos oscuros y cabello ceniza de sus pensamientos.

A su lado, su amigo dormía plácidamente sobre su camastro. Torció el gesto en una sonrisa, se había ganado un buen descanso. Habían estado viajando en busca de pieles exóticas para vender por los límites del gran bosque de Huton y el resultado había sido el deseado, ahora tendrían comida, techo y dinero para el resto del invierno. 

De pronto, desde uno de los tejados divisó unas sombras extrañas. No parecían personas. Abrió la ventana no sin antes armarse con su arco, cuerda y unas flechas, se asomó con cuidado. Escaló la fachada y subió hasta alcanzar la ajaquefa sin hacer el más mínimo ruido. Apuntó en la oscuridad de la noche alumbrado por la luna llena y al estar acostumbrado a las cacerías nocturnas, acertó. 

Un rugido retumbó en la ciudad, el ser se desplomó sin vida, el otro huyó. Ató la cuerda a la punta de la flecha soltándola para que impactara en la casa de enfrente, se balanceó con ella para cruzar la calle. Cuando sus pies tocaron el techo aún no podía creer lo que veía. 

— Un demonio, es un demonio. — Susurró asombrado y asustado. 

Echó a correr por los techados pero no alcanzó al otro. Volvió a su habitación y despertó a Eliān. Este, frotándose la cara somnoliento, se incorporó. 

— ¿Qué es lo que pasa? Ni ha amanecido. 

— ¡Tienes que ver una cosa, rápido! — Le insistió Azai inquieto.— ¡Deprisa, antes de que salga el sol y se desintegre! 

Los dos regresaron con la criatura que empezaba a hacerse cenizas. — Es imposible... Es imposible que haya, no desde la gran guerra. 

— Pues me temo que esto es real Eliān, las leyendas son ciertas. Perdí de vista a otro rumbo al norte, buscaban algo. 

— Di mejor a alguien... — se miraron. — Hay que encontrarla, si la profecía es tal y como la conocemos hay que protegerla. 

Azai asintió en silencio. 

— No perdamos  más el tiempo, si la matan Antara caerá. — Y tras recoger sus pertenencias, empezaron su viaje. 

 

****

 

Alanna se despertó con un fuerte dolor de cabeza, el brillo de la mañana la cegó. Frotó sus ojos buscando visión y se dio cuenta de que estaba subida a un caballo, guiado por aquel hombre harapiento. Su dama de compañía estaba detrás, la miró furiosa. 

— ¡¿Qué habéis hecho?! ¡Me habéis hechizado! — gritó sorprendida por su osadía. — Jamás lo hice yo contra vos... — acabó susurrando la joven. 

— No me disteis otra opción, niña. — Respondió la mujer. 

Intentó moverse, pero el conjuro aún prevalecía y no podía hacerlo. Se pasó el resto del día quieta, en silencio y cabizbaja, pues sabía que a pesar de sus buenas intenciones, seguían tratándola como una rehén. Ni siquiera probó bocado, su poder estaba dormido y no tenía ganas. 




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