—Hay como doscientos metros hasta el otro lado —juzgó Augusto, observando las aguas tranquilas de la Olla Muerta.
—Las aguas no son profundas y la luna nos iluminará lo suficiente como para no perder de vista la otra orilla —aseguró Sabrina.
—¿De qué profundidad estamos hablando exactamente? —preguntó Bruno con desconfianza.
—El agua no nos llegará ni a la cintura —respondió Sabrina—. He visto caballos cruzando por aquí sin problemas.
—¿Qué pasa si hay pozos o algo así? —cuestionó Liam.
—Cruzaremos tomados de las manos. Si alguien cae, los otros lo sostendrán para que no se ahogue. Yo iré adelante, guiando el camino —propuso Sabrina.
—¿Qué opinas, Dana? —preguntó Augusto.
—Considerando que la guardia de Marakar tiene los recursos para mandar a más soldados y perros tras nosotros y que no se arriesgarán a hacer una incursión no autorizada en Agrimar, del otro lado del río, cruzar me parece la mejor opción. Si Sabrina asegura que las aguas son seguras…
—El cruce es razonablemente seguro —afirmó Sabrina—. Más adelante, está la Garganta del Cántaro, una caída de agua de más de cien metros, seguida de rápidos con rocas imposibles de cruzar a nado. Esta es nuestra mejor oportunidad.
—De acuerdo —dijo Bruno, desprendiendo su cinturón con la pistola y cruzándolo por sus hombros junto con un pesado saco de cuero que contenía monedas de plata y balas, de tal manera que la pistola quedó colgando elevada sobre su pecho para que no se mojara.
Los demás se prepararon de igual manera: Liam puso cuidado de proteger un largo tubo de cuero, reacomodándolo en el centro de su mochila; Augusto reajustó el tahalí de su espada para que quedara colgada de su espalda en vez de en su cadera; Dana ajustó el cordón de la parte superior de su carcaj para evitar que las flechas se salieran con el agua y se cruzó el arco desde el hombro izquierdo hacia la cadera derecha, reacomodando su bolsa de víveres en el hombro izquierdo. Sabrina se sacó los pantalones y los enrolló alrededor de su cuello como una bufanda, quedándose en ropa interior ante la mirada azorada de los demás.
—¿Qué haces? —inquirió Liam, desconcertado.
—No traje más que esta ropa —dijo ella—, y no pienso pasar toda la noche con la tela mojada sobre la piel. Así es como la gente termina muriendo de pulmonía —explicó—. Y si pensaste que me ibas a estar mirando las piernas el resto de la noche porque no soportaría tener puesta la ropa mojada, estás muy equivocado —le advirtió con una mirada cargada de indignación.
—Yo no… —intentó defenderse Liam.
—Oh, vamos, Liam —lo cortó ella—, ¿crees que tus miradas lascivas han pasado desapercibidas para mí?
—¡¿Qué?! —gritó Liam—. No, yo no… yo nunca… —balbuceó.
—¿Tú nunca? ¿Nunca qué? Ni siquiera te atreves a terminar la frase —le retrucó ella.
—¡Hey! ¡Hey! —frenó Augusto la situación—. Concentrémonos en lo importante, ¿sí?
Liam asintió, gruñendo por lo bajo. Sabrina comprobó su ballesta, que colgaba de su cintura, rozando su ahora desnuda pierna derecha y ajustó la tapa del estuche cilíndrico que contenía los dardos, sin hacer más comentarios.
Sabrina se internó en el agua primero, tomando la mano de Augusto. Le seguía Liam, luego Dana y cerraba la fila Bruno. Todos avanzaron con cautela, tomados firmemente de las manos. Sabrina tenía razón, el agua solo les llegaba a la mitad de los muslos, lo cual tranquilizó a Dana, que no era muy buena nadadora. El cruce no parecía estar presentando problemas, pero cuando ya habían cubierto tres cuartas partes del recorrido, Sabrina dio un grito y se hundió inesperadamente bajo el agua. Augusto la tironeó con fuerza, pero no logró sacarla a flote.
—¡Algo la está tirando! —gritó Augusto.
—¡No la sueltes! —gritó Liam.
Augusto no la soltó, se hundió con ella, desprendiéndose de la mano de Liam.
—¡Maldición! —gritó Liam, tanteando a ciegas el agua.
Bruno desenfundó su pistola y apuntó hacia la oscuridad de las aguas, en vano. Dana estaba paralizada en medio del río, sin atinar a nada.
—Toma —le dio Liam su mochila a Dana.
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Editado: 19.02.2021