Felisa masculló por lo bajo, reprendiéndose a sí misma por su estupidez. Sabía de sobra que si quería algo de Stefan, nunca debía mostrar interés por el objeto. Ahora había perdido la oportunidad de hacer sus pruebas privadas con el puñal.
Se pasó la mano por la frente para quitarse los cabellos mojados del rostro. ¿De dónde había salido esta maldita llovizna en plena época de sequía? No era natural. Siguió gruñendo y maldiciendo entre las ruinas de Caer Dunair, poniendo cuidado de no resbalarse en los mosaicos mojados de la galería por donde se estaba alejando de Stefan y su rehén. El problema de Stefan era su falta de flexibilidad: una vez que había diseñado un plan de acción, se ceñía a él sin dar lugar a planes de contingencia por si algo salía mal. Era obvio que el grupo estaba dispuesto a sacrificar a uno de los suyos con tal de mantener a Sabrina bajo su custodia. La princesa era su misión.
El chasquido de pasos rápidos sobre las baldosas húmedas activó los instintos de Felisa, quien abandonó sus elucubraciones y se ocultó rápidamente detrás de los restos irregulares de una pared. Desde su escondite, vio pasar a un joven de cabellos negros corriendo hacia una habitación rectangular que parecía más o menos intacta, excepto por la falta de techo. Lo reconoció de la transmisión del Ojo. Era uno de ellos.
Con gran sigilo, Felisa se acercó a la habitación rectangular, recorriéndola por la parte exterior con oído atento. Encontró una grieta en la pared, por la que pudo espiar la escena que se desarrollaba adentro, sin ser vista.
—Tienen a Liam —dijo Augusto, jadeando.
—¿Quiénes? ¿Soldados? —inquirió Sabrina.
—No, no sé quiénes son, pero están armados —respondió Augusto.
—¿Cuántos son? ¿Qué armas tienen? —siguió indagando Sabrina.
—Hay cinco apuntándole con ballestas a la cabeza y uno que sostiene una daga en su garganta —informó Augusto—. Hay dos más que parecen estar a cargo: un hombre de azul y una mujer, desarmados.
—Somos cuatro contra seis —dijo Sabrina, calculando una estrategia en su cabeza.
—Contra ocho —la corrigió Augusto.
—Los desarmados no cuentan —meneó la cabeza Sabrina—. Los que están a cargo solo corren a ponerse a cubierto ante un ataque, no serán problema.
—Igualmente, son más que nosotros —protestó él.
—¿Dónde están? —preguntó ella.
—En medio del salón principal —respondió él.
—Excelente, esa es una mala elección para ellos. Podemos usar las columnas para cubrirnos y atacarlos por sorpresa —expuso su plan Sabrina.
—Bien —acordó Augusto.
—No vamos a ir a rescatarlo —dijo Dana.
—¡¿Qué?! —exclamó Sabrina.
—Es muy peligroso, no nos arriesgaremos —explicó Dana.
—¿Qué hay de ti, Bruno? ¿Vienes? —lo invitó Sabrina.
—Lo siento —bajó Bruno la mirada al piso.
—¡Malditos cobardes! —les escupió Sabrina—. Vamos, Gus, parece que somos solo tú y yo.
—Restríngela, Bruno —ordenó Dana.
Bruno abrazó a Sabrina por atrás, inmovilizando sus brazos.
—¡Suéltame! ¡Suéltame, maldito traidor! ¡Cobarde! —forcejeó Sabrina con violencia, pateando y gritando.
Dana sacó un pañuelo, lo embebió en un líquido que llevaba en un pequeño frasco que había comprado en Vikomer para esta eventualidad y lo apoyó con fuerza en el rostro de Sabrina, tapando su boca y su nariz. Sabrina se desvaneció en los brazos de Bruno.
—Lo siento, Sabrina —murmuró Dana.
—¿Quieres que la ate? —preguntó Bruno.
—No, no es necesario. Para cuando despierte, ya estaremos a salvo —respondió Dana.
Augusto desenfundó su magnífica espada de Govannon y apoyó la punta sobre el pecho de Dana.
—¿Qué haces, Gus? —lo cuestionó ella—. No tenemos tiempo para esto.
—Voy a ir por Liam, no vas a detenerme —le dijo él con los dientes apretados.
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Editado: 19.02.2021