Después de una larga letanía de nombres de los predecesores de Sabrina y otros protocolos ceremoniales mortalmente aburridos, el Secretario Real posó la pesada corona de oro y piedras preciosas en la cabeza de Sabrina. Ella mantuvo su rostro estoicamente serio, sentada en un nuevo trono, con el cetro de poder en las manos y vistiendo un exquisito vestido blanco con bordados en oro. Había accedido a usar el vestido, pero no había querido deshacerse de su trenza en la ceremonia. Sobre su pecho, descansaba el colgante con la gema partida de obsidiana. A su lado, en un trono más pequeño, estaba sentado Liam. La corona que le pusieron a él era simple y sin piedras preciosas. El secretario no recitó ningún linaje ilustre y los rostros de los nobles presentes en la sala del trono mostraban una franca desconfianza hacia su persona.
—No te preocupes —le murmuró Sabrina por lo bajo a Liam al ver su rostro tenso—. Sé que pronto los conquistarás con tu carisma. Solo están preocupados de que tengas más influencia sobre mí que ellos en los asuntos del reino. Les inquieta haber perdido el poder que Ariosto les había conferido con favores personales, pero, por otro lado, están agradecidos de no vivir más bajo la sombra del voluble Zoltan.
—Intentarán manipularme para llegar a ti —comentó Liam.
—Por supuesto —respondió ella.
—Y se llevarán una sorpresa al verse ellos mismos manipulados por mí.
—Por supuesto —reiteró Sabrina con una sonrisa en los labios—. Creo que vas a divertirte mucho en la corte, cariño.
Liam no pudo evitar sonreír y Sabrina suspiró con satisfacción al ver que su esposo se relajaba.
Sabrina y Liam se pusieron de pie y los nobles los saludaron con un fuerte aplauso. Además de la aristocracia de Marakar, estaban presentes los amigos de Sabrina, elevados a nobles para poder participar de la ceremonia: Augusto y Bruno, presentados como Consejeros Reales, Cormac, presentado como Bernard de Migliana con su título restaurado de Bibliotecario en Jefe, Torel, presentado como Embajador de la Nación Sylvana, Riga, presentada como Adivinadora Real, Franco Liderman, presentado como Ministro de Comercio, y Pierre Lacroix, con su recuperado puesto de Capitán de la Guardia Real, junto a su padre Antoine.
Phillippe había sido capturado y era retenido en las mazmorras del palacio hasta su juicio público por alta traición.
Sabrina y Liam avanzaron del brazo por la alfombra roja, hacia la galería que llevaba al gran balcón que daba al patio central del palacio. Varios nobles intentaron acercarse a la pareja con la excusa de felicitarlos, pero con la verdadera intención de urgir a Sabrina a convocar una reunión urgente del Concejo Real para discutir asuntos importantes del reino. Pierre los atajó y desvió con gran destreza y con mano firme. Sabía que la prioridad de Sabrina era hablar con su pueblo más que atender a las quejas de los nobles y sus frívolos pedidos.
Cuando finalmente la pareja real hizo su aparición en el balcón, la ovación de la gente fue ensordecedora. El patio central estaba lleno hasta reventar. Además del improvisado ejército de aldeanos que Sabrina había formado en su camino hacia el palacio en los días anteriores, otros varios miles de pobladores habían viajado desde sus aldeas para este importante e histórico evento. Liam abrió sus sentidos especiales y la oleada de entusiasmo del gentío lo invadió con fuerza. El príncipe consorte se encargó de mantener ese entusiasmo constante y dentro de niveles que no llevaran a acciones descontroladas por parte de la muchedumbre. También fortificó y extendió la fascinación que gran parte del numeroso grupo sentía por la figura de Sabrina.
—Están listos —le murmuró Liam a Sabrina al oído—. ¿Tienes el discurso?
—Me lo sé de memoria —sonrió Sabrina, saludando a la multitud, lo cual arrancó una nueva ovación.
—Son todos tuyos, entonces.
—Gracias, cielo —le rozó el brazo ella, adelantándose al borde del balcón.
La nueva reina de Marakar levantó las manos pidiendo silencio y la muchedumbre obedeció de inmediato, esperando las palabras de su majestad con gran expectación.
—Buenos días, mi querido pueblo —comenzó Sabrina con gran aplomo, como si todos los días se dirigiera a miles de personas y no fuera más que una rutina para ella—. Este es un día glorioso, un día en que la tiranía ha sido derrotada y Marakar vuelve a resurgir como el magnífico reino que es. Nunca más caerá en manos ignominiosas y destructivas. Todo aquel que intente subyugar a mi pueblo, conoce ahora su destino —señaló Sabrina hacia la torre oeste, a su derecha.
Un macabro adorno colgaba de la torre en medio de este día de fiesta y alegría: el cuerpo inerte de Zoltan, suspendido del cuello con una soga. El gentío prorrumpió en un aplauso y muchos vociferaron insultos y escupieron en dirección al cadáver. Liam necesitó de todos sus esfuerzos para calmar a la multitud y evitar que se desbocara. Había discutido con Sabrina sobre exponer el cuerpo de esta manera durante su discurso, expresándose en contra de la idea, pero Sabrina se había mostrado inflexible al respecto. Liam temía que tal espectáculo hiciera ver a Sabrina como una asesina más, pero ella conocía a Marakar y a su historia e insistió en que la reacción de la gente sería positiva y reforzaría su estatus de poder. Sabrina necesitaba aparecer ante su pueblo como una figura de autoridad incontrovertible, necesitaba mostrar que su derecho al trono no tenía que ver simplemente con su linaje, sino que era intrínseco a su persona. Necesitaba que todos entendieran que ella era su reina y que la respetaran por su título y su accionar.
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Editado: 19.02.2021