La reina en el castillo de arena

2

Nims

No conseguía despegar los párpados, pero tampoco oponía demasiada resistencia para que continuaran cerrados, aunque el despertador estaba atornillándole la cabeza. Ese cruel sonido estridente ponía fin a un sueño sosegado. No quería levantarse, no quería ir a clase; quería seguir sintiendo el calor de las sábanas en su piel y olvidar que un nuevo día comenzaba. Cubrió aún más su cuerpo con la manta y se encogió hasta conseguir la posición fetal. Respiró tres veces profundamente, tratando de evocar la última imagen de su sueño. Recordaba el caballo blanco galopando por la arena dorada de una playa infinita. Ella remojaba los pies en el agua inmaculada, saltaba y reía mientras alguien la sujetaba por la cintura. Casi podía olerlo. Tenía el aura de un caballero valiente que acudía para rescatarla de su vida descafeinada. Giró la cabeza y alzó la barbilla con el deseo de robarle un beso. El intenso sol la cegaba y apenas podía vislumbrar su rostro. Decidió acercarse un poco más. Ya casi podía apreciar sus facciones, sentía su aliento rezumar en su cuello…

—¿Quieres levantarte ya? Vamos a llegar tarde.

Érika le había lanzado una almohada a la cara. Casi la fulminó con la mirada. ¡Había estropeado su sueño! Estaba a punto de besar a un chico misterioso e indudablemente atractivo y, ¡zas!, todo se había desvanecido antes de que pudiera siquiera preguntarle su nombre. Se sumergió aún más entre las sábanas mientras profería gruñidos y resoplidos continuos.

—Eres una vaga. Papá dijo que podías ir al cumpleaños si hoy me ayudabas a prepararme para ir a clase.

—Enana, tú sabes hacerlo todo solita, así que déjame en paz y vete a revisar la mochila.

Érika no se movió de allí. Ahora compartía habitación con Lidia, y no le importaba demasiado, pero su hermana se quejaba continuamente. Empezó a canturrear mientras balanceaba los pies hacia adelante y hacia atrás. Lidia se movía histérica de un lado al otro de la cama. ¿Por qué Valeria tenía que ir a la universidad? Ahora ella debía encargarse de la pequeñaja, de vestirla, de asegurarse que desayunara, de llevarla al cole y volver con ella sana y salva. Todo eso le consumía mucha energía, tanta que después no tenía ganas de ponerse a estudiar.

Por fin, salió de su cueva y contempló el rostro incandescente de su hermana. No dijo nada, solo se limitó a ignorarla y se dirigió al baño. Se contempló entonces en el espejo; demasiadas legañas, ojeras terriblemente acusadas y cabello enmarañado como un nido de mirlos. Nada fuera de lo habitual. Miró el reloj. Tenía cinco minutos para arreglar aquel desastre. No era mucho tiempo, pero sí el suficiente para hacer un apaño. Contaba con lo justo: abundante agua, un cepillo y un coletero. Decidió que cogería algo de la cocina y desayunaría por el camino.

Iba a ser un día interminable. Arrastraba los pies como si fueran de plomo. De vez en cuando bostezaba sin tener en cuenta la presencia del resto del alumnado. Había descansado poco y un peso demoledor se había adueñado de su cabeza. El bullicio de la gente resonaba como el graznido de un millón de cuervos desafinados revoloteando a su alrededor, y por mucho que tratara de espantarlos, no lograba alejarlos.

Entró en la clase como un espectro pasajero que vagaba por las instalaciones sin rumbo alguno. Todos le sonrieron, ni uno solo se atrevió a mirarla con desagrado. Recordó entonces las miradas indiferentes y los cuchicheos continuos del curso anterior. Ya no era esa chica huérfana y desarraigada que suscitaba burlas. Su conocimiento de la existencia de otros mundos donde la magia era posible y su participación en el derrocamiento de un brujo tiránico le habían infundado coraje para enfrentarse a un par de alumnos agresivos que ocultaban un profundo sentimiento de inferioridad.

Había comprendido que el terror a ser excluido y a no formar parte de un grupo social llevaba a muchos a apilarse alrededor de un ser despreciable que los manejaba como monos de feria. Ella había sido la diana de sus frustraciones y de su carencia de personalidad. Había odiado aquel colegio, había deseado que ardiera hasta que se consumiera el último banco abandonado en el trastero al que nadie entraba. Pero ya no tenía miedo. Aquellas paredes amarillentas eran ahora su segundo hogar. Contaba con un grupo de amigos con los que reía y compartía infinidad de momentos, fueran memorables o simplemente una anécdota sin futuro.

Sí, estaba agradecida por aquel año lleno de intrigas escolares y aventuras entrañables, aunque ya no existiera la magia en su vida. «Magia», con letras mayúsculas, porque sí disfrutaba de momentos que podían ser calificados de mágicos: una acampada contemplando el brillo efímero de una estrella fugaz, un partido de baloncesto animando a sus compañeros desde la grada mientras se zampaba un saco entero de palomitas o admirando a una bella mariposa revoloteando alrededor de su sauce. Sí, su vida había cambiado, y estaba orgullosa de ello.

Soltó un sonoro suspiro que llamó la atención de su profesora de Literatura, quien la recriminó con una mirada de soslayo. Lo que no había cambiado eran sus notas desastrosas y las continuas llamadas de atención de su tutora. Al regresar a casa, combatió su intenso sueño ocultándose otra vez bajo las sábanas. Durante un instante deseó encontrarse de nuevo en aquella playa paradisíaca junto al caballero andante misterioso, pero apenas pudo concentrarse en la escena del beso, ya que, incluso antes de volver a sentir el frescor del mar en sus pies, se quedó dormida profundamente.

Ignoraba cuánto tiempo llevaba en la cama; dos horas, quizá más. Escuchaba los pasos ligeros de su hermana en la planta baja, a Rosa con los platos en la cocina y a su padre hablando por teléfono. Este había reducido su horario laboral considerablemente. Quería pasar más tiempo con sus hijas, sobre todo desde que Valeria había iniciado la universidad, ya que era la que llegaba más tarde. Mucho papeleo lo realizaba desde casa, pero las llamadas eran continuas y se encerraba en su despacho durante horas. Lidia lo admiraba. A pesar de ser un hombre muy ocupado, procuraba mantener las riendas del hogar y dedicarles tiempo a ellas.




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