Felicia observó a su padre con detenimiento, pero sin asombro, caminó hacia él y luego, se detuvo, un tanto temblorosa. Frecuentemente lo veía en ese estado de desequilibrio emocional. De pronto él le pidió ponerse de rodillas, extrañada, pero ansiosa de ver el resultado que tendría la ejecución de la orden, obedeció de inmediato. Cuando su rodilla cubierta de seda rozó el suelo escuchó a su desorbitado padre vociferar:
—Voy a abdicar.
Ella se dejó caer al suelo, tal costal de papas; sus manos desnudas chocaron contra el terrazo pulido. Sintió como el mundo se desvanecía bajo sus pies y un intenso picor en las palmas de las manos por el impacto. Continuo de rodillas, atónica, sin querer pensar en nada, sin poder responder algo. ¿Sería la reina?
Él con una mirada perdida, pero con una sonrisa abrumadora se balanceaba por el lugar esperando un comentario de su parte. —Voy a abdicar del trono a favor tuyo —soltó y daba brinquitos como un jugador empedernido, aunque para ella la escena resultaba penosa; entendía que su padre había perdido la razón hace años. En primer momento asintió, obediente e incrédula. Pero, conforme fueron pasando los minutos se iban agregando obstáculos y dudas a la decisión de su padre. Aunque de igual manera, no habría marcha atrás si realmente era esa la decisión del rey.
—Cómo se supone que reinaré sí, jamás he salido de mi jaula —preguntó encolerizada. Él frunció el ceño, y la reprimió con la mirada—. Desconozco completamente lo que hay ahí afuera —dijo señalando por la ventana—, más aún, aquí dentro —soltó, cruzándose de brazos.—¡Basta de reproches! —dijo el rey Owen. Con un tono despreocupado—. Quieren declararme loco —soltó, con los ojos perdidos.
—¿Quién? —indagó, con ganas de saber el nombre del valiente. Pues era obvio que loco si estaba.
—¡Eso no importa! —respondió negando efusivamente con la cabeza—. Lo importante es que no permitiré que nuestra familia sea despojada del trono, de nuestro derecho a reinar sobre esta tierra —aseguró, en un tono fuerte y claro, con lucidez—. Se lo que pasa cuando una familia Real es despojada de su trono —susurró, con temor de vivir esa experiencia.
—Quedariamos a merced de nuestros enemigos y viviendo de la miseria que nos otorguen —resaltó la princesa, por si su desorientado padre contemplaba un escenario distinto.
El Rey se llevó las manos a la cabeza, recordando que la lista de sus enemigos era amplía. Tan solo pensar que tendría que someter a su pobre hija a la miseria lo llevaba al cólera.
—Por eso me veo en la imperiosa necesidad de cederte el trono, eres mi única descendiente. Y serás la reina, lo antes posible.
—¡Gracias al cielo! —pensó, creyendo que sería fácil. Que era la opción perfecta para tener la libertad que tanto soñaba.
Aquel día, Felicia se quedó observando por la ventana de la habitación de su padre un rato más, mientras él inquieto caminaba de un lado a otro. Miró con ilusión aquel jardín frente a sus ojos e imaginó un mundo que solo conocía a través de los libros e ilustraciones. Para cualquiera, el paisaje no se presentaría a los ojos particularmente atractivo; era un día gris, con lluvia inminente y con un viento estruendoso. Pero para la princesa, era un día maravilloso. El fin a su esclavitud espiritual.
La futura reina Felicia -la famosa
reina fea- recibió por parte de su padre la orden de ocultar su rostro tras un abanico para poder permanecer en la ventana asomada; para mantenerse protegida ante la mirada de los curiosos. Ella, que era la mujer con más conocimiento de su reino, se negaba a tener que someterse a las locuras de su padre. Pero entendía que él, al fin de cuentas, todo lo que hacía era porque necesitaba protegerla de los comentarios y actitudes perversas de la corte y los súbditos.
La princesa estaba ansiosa por reinar, aunque suponía que era algo complejo según lo que leyó en los libros de historia, quería intentarlo. Era esa la opción que tenía para salir, para poder tener el poder de decidir sobre si misma.
De pronto, su hiperactividad la obligaba a estar en constante movimiento; de ese ir y venir se desencadenaba una falsa sensación de agobio desmesurado. Sensación que luego cesó al regresar a su habitación y sentarse a leer un libro. Era ese su pasatiempo favorito. Poseía una magnífica biblioteca de más de treinta mil libros de los cuales ya había leído unos dos mil. En eso ocupaba su tiempo y su vida... En leer, estudiar y conocer toda la información que pudiera.
Felicia había pasado toda la vida hasta ese momento en su enorme habitación, situada en un punto estratégico del Palacio, un punto idílico sin ventanas. Las única visita que recibía era la de su padre y la del maestro, un hombre muy viejo y sabio que tenía 10 años dándole clases de matemáticas, historia, ciencias e idiomas.
Hacía ya más de tres semanas que no lo veía, ya no había nada que el pudiera enseñarle, decía. Sin embargo, ella negaba con la cabeza a aquel comentario, le gustaba la presencia del hombre, era la única oportunidad que tenía de convivir con alguien ajeno a su padre. Conoció el reino a través de las pinturas del maestro, y supo de la vida a través de sus historias.
Desde niña soñaba con llevar una vida al aire libre, montar a caballo, nadar en los lagos, pescar con anzuelo, pasear por los bosques y practicar el montañismo. Como lo hizo su maestro, en la juventud. Pero nada de eso era posible, a lo único que tuvo acceso últimamente era a la cerveza y a las salchichas asadas mientras conversaba con su maestro sobre diversos temas...
Últimamente, nada parecía entretener a la princesa, estaba cansada de sus aficiones pasajeras, las últimas habían sido coleccionar animales disecados y estudiar ciencias ocultas.
Por suete, todo iba a cambiar, Felicia se convertiría en un monarca absoluta y poderosa. Sería la jefa de las fuerzas armadas y gobernaría sin Parlamento y sin Constitución. Con unos ministro, que en realidad ejercían de meros consejeros porque ella iba a ser la única responsable de la política del imperio.