La rosa blanca y el pájaro ruiseñor

190. Dorian

Parte 4. Siempre fui de ti.

Tres años después.

22 años.

Estaba por abrir el sobre que llegó esa mañana cuando escuche pasitos detrás del sofá del despacho. Fingí que no me daba cuenta, pero la planta de la esquina comenzó a moverse.

Oculte una sonrisa alzando los papeles hasta mi cara.

—Parece que me llaman afuera. Iré a fijarme que desean —dije en voz alta, con un tono divertido y a la vez fingiendo estar realmente ocupado.

Una risita se escuchó y las hojas de la planta se movieron de nuevo.

—Espero que no haya nadie aquí dentro —añadí jugando—. Sería una lastima que se comieran mi rebana de pastel que esta sobre el escritorio.

Esta vez escuché un pequeño respingo y de nuevo me obligué a no reírme. Me levanté de la silla y fingí que caminaba hacia la salida.

Apenas me puse detrás de la puerta, miré de reojo y la vi salir de su escondite. Entonces la observé haciendo el intento por llegar al escritorio, pero yo era más rápido y sin permitirle tocar la silla, la alce en volandas y le hice cosquillas.

Sophie comenzó a reír y mover sus pequeñas piernas en el aire.

—¡Te atrapé! —le dije mientras la cargaba y ella no dejaba de reír.

Ete —pronunció de pronto señalando con su dedo hacia el escritorio.

—¿Queres? —pregunté acercándome y ella respondió un “ti” porque aún no pronunciaba bien el sí.

Tomé un poco del pastel con la cuchara y le di en su boca. Sophie se batió de chantillí y le ayude a limpiar con la misma cuchara.

—¿Te gusta? —pregunté y ella asintió con la cabeza— No le digamos a Alondra que te di pastel, ¿de acuerdo?

Entonces alce mi mano para que ella chocara las cinco conmigo y lo hizo. Sophie era una pequeña adorable.

—Demasiado tarde, su excelencia.

Apenas escuche la voz, la señora de más de cincuenta años que fungía como ama de llaves, cuidadora experta y casi una abuela para mí, me miró con el ceño fruncido.

Ella era quien principalmente cuidaba a Sophie desde que llegó a esta casa, pero siendo honestos, le había agarrado cariño a la bebé, tanto que le permitía entrar al despacho y jugar un poco conmigo.

Todos en esa casa cuidaban de la bebé desde que su madre, una empleada nuestra, falleció. Sin más familiares, ni un padre que pudiera cuidar de la pequeña huérfana, le permití que se quedará y fuera considerada por todos.

Claramente un bebé en casa, casi siempre es motivo de alegría y debía admitir que convivir con la pequeña me hacía sentir bien, me distraía.

—¡Oh no! Nos han atrapado —mencioné en un fingido tono alarmado y Sophie me imitó, no pude evitar reírme con su gesto— ¿Cómo se dice?

—Oh, noooo —exclamó escondiendo su cabeza en mi hombro.

Alondra rodó un poco los ojos. Seguro pensaba que no era buena influencia o no tan buena como ella, después de todo fue quien decidió llamarla Sophie.

—Esa niña ya comió su ración del día de hoy —gruñó Alondra acercándose a nosotros para tomarla en brazos—. Además, es hora de su siesta.

—Un bocadito de pastel no le hará daño —atine a decir mientras se la pasaba, la vieja ama de llaves bufó, no era personal, yo sabía que cuidaba muy bien a la pequeña.

—Cuando sea padre, no dirá lo mismo —me regañó.

Me quede callado.

No era algo que considerara. Hubo un tiempo en que lo pensé. Ya no.

Alondra tomó a Sophie en brazos y le pidió que se despidiera de mí. La pequeña movió su manita y le imite en su despedida.

Después me recargué en el escritorio y las observé irse. Sophie tenía el cabello castaño, un poco más claro que el mío y también se le ondulaba. Era risueña y tierna.

Me agradaba mucho esa pequeña.

Pronto cumpliría dos años. Podría comprarle un regalo, ¿juguetes?, ¿ropa? O quizá ambos. Igual no tenía más dependientes y consentirla un poco no le haría mal.

Con eso en mente decidí salir al centro, donde se ubicaban las mejores tiendas.

Comenzaba a calcular cuál era su talla e incluso compraba más grande, para que lo usará más tiempo, así que no dude en llevarle un par de vestidos y después pasé a la juguetería, donde estaba seguro, que esas muñecas del aparador le encantarían.

Luego camine hacia mi auto. Dejé las bolsas y tomé camino a la cafetería más cercana.

Probablemente Alondra se enojaría conmigo si no llegaba a tiempo para la cena, pero no me venía mal comprar un expreso de paso.

Y entrando a la cafetería, es cuando mi día dio un giro.

—¿Qué haces aquí?

Frente a mí, con el pelo más largo y lacio que nunca, Victoria hacia fila para tomar su orden. Me miró de arriba hacia abajo y cruzo los brazos.

—Vivo aquí —respondí.

—¿En la cafetería?




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