El laird Duncan MacLeod vivió el resto de sus días, con tristeza, con soledad, con nostalgia. No volvió a casarse, no volvió a amar, no volvió a ser feliz. Se dedicó a su clan, a su reino, a su deber. Se enfrentó a sus enemigos, a sus problemas, a sus retos. Se ganó el respeto, la admiración, la lealtad.
El laird Duncan MacLeod murió en una batalla, con honor, con valor, con gloria. Murió defendiendo a su pueblo, a su tierra, a su libertad. Murió luchando contra los ingleses, que querían conquistar, someter, dominar. Murió pensando en su esposa, que le esperaba, que le amaba, que le abrazaba.
El laird Duncan MacLeod se reencontró con su esposa, con alegría, con emoción, con amor. Se reencontró en el cielo, que era su destino, su recompensa, su paraíso. Se reencontró con su hijo, que era su ángel, su milagro, su bendición. Se reencontraron los tres, que eran una familia, que eran felices, que eran eternos.
Fin.