La rutina del miedo

La otra vida

El día había sido nublado como siempre, turistas iban y venían en ese lento trajín de la gente que está de vacaciones. Si la autopista cerraba por el mal tiempo los conductores se veían obligados a tomar esa ruta alternativa, de lo contrario, nadie iría allí más que pare visitar las cataratas de las que era famosa esa región.

Desde donde estaba Enrica podía escuchar una que otra conversación de la gente que suele hablar a gritos como si le hicieran un favor al resto del mundo al permitirles escucharlos. Erica termino de servir los huevos fritos en un plato mientras escuchaba otra vez las conocidas historias de los accidentes en coche o autobuses en tal o cual curva de la peligrosa carretera, era como si el morbo de la gente fuera más fuerte que la precaución.

         —Deja de hacer el tonto— le gritó el dueño desde la caja registradora haciendo saltar a la cocinera. Enrica odiaba cuando él hacía eso.

            —Los huevos ya están listos— le respondió ella en el mismo tono al viejo tacaño.

La pobre chica que servía las mesas corría de un lado a otro atendiendo a los clientes como si temiera que el siguiente grito fuera para ella.

            Enrica, demasiado acostumbrada a esos tratos, simplemente se encogió de hombros y siguió sirviendo los desayunos en los platos. Tenía más de diez años de trabajar en esa cafetería de carretera como para venir a sorprenderse por que el jefe quisiera que solo dos trabajaran por cuatro personas.

            Cuando la tarde pasó la mesera se marchó a su casa, por unos centavos más Enrica se quedaba hasta las diez de la noche junto con Ramón. Era extraño que un hombre tan tacaño quisiera quedarse por una excusa tan improbable como que algún turista loco decidiera cruzar la montaña a esas  horas.

Ramón dejó de contar los billetes que había sacado de la caja registradora. El reloj marcaba ya las diez.

La cafetería: El Cruce, apagó el anunció de neón que tenía en la entrada, era como si con eso dejara de existir tragada por la oscuridad total de la negra noche entre montañas.   

Enrica salió rumiando las buenas noches a su jefe, a esa hora solo quería caminar hasta su casa sin que la lluvia que comenzaba a caer la empapara. Debía caminar más de una hora para llegar al pueblo. Lo bueno es que era una caminata cuesta abajo.  

El pito de un coche rompió el silencio de la noche cuando Enrica estaba a pocos kilómetros de llegar. Con el corazón en la garganta ella se volvió para encarar a quién casi la mata de un infarto.

—Doña Enrica—, saludo un joven desde el asiento del conductor— soy yo, el hijo de Eduviges.

—No deberías andar tan tarde por estas calles— le regañó la cocinera, a sus cuarenta años se creía con derecho a reñirle a los veinteañeros— A tu madre le va a dar un infarto si se entera que viajas desde la ciudad a estas horas.

Lo que había comenzado como una llovizna ahora era todo un aguacero. El Toyota Tercel 98 tenía los faros encendidos iluminando las gruesas gotas que parecían castigar la tierra.

— Mi madre piensa que me quedé a dormir donde mi tía en la ciudad— se explicó— Así que se llevará una sorpresa cuando me vea llegar.

—Tienes toda una vida por delante— Enrica dejó salir un suspiro cansado, con la sombrilla abierta protegiendo su cabeza de la lluvia, pensó que cada día era una bofetada a sus muertas esperanzas.

—Venga conmigo al pueblo—, propuso el joven— así la dejo hasta su casa. A mi madre le alegrará saber que usted me acompañó.

—¿Por qué esta mojado aquí dentro? — le regañó la cocinera apenas acomodarse en el asiento del acompañante.

—De seguro dejé alguna ventana abierta—, se encogió de hombros el chico— como también estoy mojado no lo noté.

Enrica sonrió, después de todo su falta larga no estaba en mejores condiciones al caminar bajo la lluvia.

La noche ahora era una gran poza de agua. Agua que corría por el pavimento, agua que caía del cielo, agua que lo empapaba todo. Un escalofrío recorrió la espalda de Enrica de arriba abajo, el frío de los asientos húmedos le hizo titiritar.

—No me gusta viajar solo, señora—, habló el joven mientras conducía rumbo al pueblo— Me alegra que me acompañe a ver a mi mamá, mi hermano a veces se olvida de llamarla y no me gusta que pase aquí tanto tiempo sola.



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En el texto hay: misterio, miedo psicológico, sobrenatural

Editado: 29.10.2018

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