A principios de agosto se celebraba la fiesta de la cosecha en la mayor parte de Kasingland, sólo en los puestos fronterizos o en los rincones más recónditos no se celebraba, pero era en general una de las mayores festividades del año. Los campesinos, los mercaderes y la nobleza la esperaban por el mismo motivo: empezaba un nuevo ciclo de compras y ventas, lo cual significaba beneficios.
También era un momento del año que simbolizaba la renovación... la gente lo sentía en los huesos, se olía el invierno en el aire, pero era un momento de celebración, un momento de festejo para olvidar las penas que habían supuesto los meses de calor, las penas derivadas de las continuas escaramuzas con el bélico norte y el inhóspito sur... era el momento de las oportunidades.
Las carreteras estaban a rebosar de gente que se dirigía hacia la capital. Campesinos tirando de sus carros, mercaderes con sus carretas llenas y vacías, nobles y burgueses que se dirigían con la intención de aprovechar las festividades para hacer nuevos contactos, nuevas alianzas o ambos mediante tratos y matrimonios. Las posadas apostadas a lo largo del camino o las pequeñas comunidades que habían crecido en los cruces de las carreteras se veían ante su mayor fuente de ingresos en esa época del año, y la ley del dinero era la que mandaba. Una onza de oro o un denario de plata bien entrada la noche siempre pesaría más que un as de cobre al ocaso, y Memnoch lo sabía.
A dos días de la capital y pasado el principal cruce de carreteras de la zona sur, Memnoch sabía que a esas horas de la tarde apenas si le daría tiempo de llegar a la "Posada del Guarro". El nombre quizás no prometiera demasiado, pero sabía que era su mejor opción obviando lugares más pendencieros y clandestinos que podían encontrarse más alejados de la carretera y que eran peligrosos para él.
No se engañaba demasiado sobre ello. Era consciente que resultaba un objetivo idóneo para quien buscara una presa fácil, motivo por el cual había procurado entablar conversación y hacerle compañía a distintas caravanas de viajeros y comerciantes, habiéndose despedido de la última en el desvío que acababa de dejar. Ahora intentaba camuflarse entre los distintos viandantes, pero apretaba el paso con la intención de conseguir aunque fuera un pedazo de heno seco en la posada que sólo podía estar a una hora de camino.
Alguna gente lo miraba cuando pasaba a su lado, aunque era más por la velocidad de sus pasos que por su aspecto, el cual no podía ser más banal. Vestía unos pantalones de tela ocre, una camisa blanca manchada de sudor del camino y un buen par de botas de cuero, sin duda la prenda de mayor valor económico. Las correas de un zurrón le cruzaban el pecho, llevaba un bastón de viaje y una mochila con pertrechos que constituían todo su equipaje, y todo ello llevado por un joven con poco más de veinte veranos que si bien era levemente más alto que la media, no parecía ni demasiado fuerte ni demasiado flaco. Llevaba el pelo rubio cortado muy corto, y una nariz un poco grande y ganchuda sólo servía para llamar la atención sobre unos ojos azul oscuro coronados con unas cejas largas y rectas. Nada en su aspecto lo diferenciaba de la mayoría de sus compatriotas, excepto quizás el corte de pelo, pero era normal cuando te pasas la vida bajo la tutela de un mago guerrero.
Memnoch había nacido en una pequeña granja a las afueras de Coppersmith y su don había sido reconocido por su padre, un antiguo soldado que había viajado lo suficiente como para reconocer los signos y escribir una carta a uno de sus antiguos superiores, el mago Harkins. Éste tardó poco en ir personalmente a la granja y hacerse cargo del joven de 12 años asegurándole a sus padres que todo saldría bien. Sus padres y sus dos hermanas lloraron, pero sabían que era por el bien de todos.
Después de casi tres semanas de viaje llegaron al acuartelamiento de Gubat, cerca del mar, donde Harkins tardó poco tanto en hacer que se ganara el pan como en instruirle en el uso y manejo de sus habilidades. Memnoch jamás dirá que había sido fácil, pero se sentía bien consigo mismo por lo que había conseguido. A día de hoy era capaz de manejar a un nivel muy básico la mayoría de los elementos, si bien era consciente de lo mucho que aún tenía que aprender y de su poca afinidad con otras formas de magia.
Llevaba tiempo inquieto queriendo visitar a su familia, pero su maestro le puso una condición antes de que esto ocurriera: que fuera a la capital primero. Harkins le había explicado que esto tenía distintos objetivos: por un lado, esperaba que, con carta de recomendación en mano, pudiera ir a la Gran biblioteca a conseguir información sobre cómo conjurar viento con magia o, en su defecto, información sobre los principios que lo podrían regirlo. Por otro lado, esperaba que el viaje y la experiencia que entrañaba pusieran a prueba sus habilidades fuera de lo que conocía.
Sabía que su maestro quería embarcarse en alguna de las distintas misiones de exploración que estaban saliendo de la península y quería hacerse útil más allá de sus habilidades de combate. La magia, al contrario de lo que piensa la gente, no se escapa de las reglas más básicas que rigen de la realidad, por lo que si quieres crear fuego, tienes que absorber la temperatura de lo que te rodea; si quieres mover un objeto, tienes que vencer la fuerza que nos mantiene sobre la tierra y así con todo. Con toda su experiencia y conocimiento sobre física, estrategia militar, contramedidas e incluso cómo forjar objetos y dotarlos de habilidades especiales, Harkins aseguraba que la cuestión meteorológica le era totalmente ajena, y no tenía información a mano para actualizarse.
Con estos pensamientos en su mente y al doblar un recodo del camino por fin vio a lo lejos la posada... y en buena hora, ya que hacía poco que había sido el ocaso. Apretó el paso y cruzó los dedos para que pudiera dormir en condiciones aquella noche.