La saga del Heraldo

Capítulo 3

Estaba furioso. El sabor metálico de la sangre parecía ser la única información que llegaba a su cerebro, venciendo las pequeñas heridas y los cortes que le recubrían el cuerpo. Le habían enviado allí a morir, sin armadura, con un arma embotada que tiró a la primera ocasión y con ropa ajada, totalmente inadecuada para aquel clima. «Quienes de ustedes se ofrezcan para ir a la vanguardia del ejército de su majestad serán indultados» dijeron. Para luchar contra su propio pueblo, el mismo que lo había expulsado años antes.

Estaba furioso. El pelo apelmazado le impedía ver bien, pero tenía claro que en el campo de batalla, todo aquello que se acercara a él cargando no era un amigo. Había conseguido de una de sus víctimas un escudo redondo grande de acero fundido. Vio el brillo de una lanza abalanzarse hacia él. La agarró por el mástil y golpeó en el pecho a su propietario con el escudo, tirándolo al suelo y cercenándole la cabeza con el borde en un movimiento nada delicado. «Luchas como un animal sin honor» le dijeron antes de expulsarlo de la aldea.

Se mantuvo apoyado en el escudo un momento recuperando el aliento mientras se apartaba el pelo de la cara y miraba a su alrededor. La incursión había ido bien para su "bando". Después de enviarlos como carne de cañón hacia el enorme campamento, los arqueros hicieron varios barridos mientras la infantería avanzaba con paso decidido. Cuando el combate se recrudeció la caballería cerró la maniobra por los flancos haciendo un efecto de cizalla, aunque contra aquella hueste desorganizada y armado al estilo de las tribus del norte había sido más un efecto de guillotina.

Sin darse cuenta se había ido internando cada vez más en territorio enemigo y había tenido la suerte de sobrevivir hasta ese momento. El resto de los combatientes se batían en retirada hacia los bosques para dificultar el paso de los caballos y cobijarse de las posibles flechas aprovechando la cobertura de los árboles y el ocaso. Habían vencido.

No sabía si las tropas de la guarnición de Roca del río cumplirían su palabra sobre el indulto. Tampoco se fiaba de que no lo confundieran con sus compatriotas, dado que eran de la misma raza. Se estaba planteando seriamente correr hacia el bosque también, aunque eso sólo retrasaría lo inevitable. Estaría de nuevo entre dos frentes enemigos, ya que no podría ocultarse eternamente de los exploradores del norte, que tan bien conocían aquellos parajes. De todas formas casi ya no importaba, estaba empapado y rodeado de nieve... si no entraba en calor pronto moriría.

Estaba cansado. Se dirigió hacia un tocón de madera y se sentó pesadamente mientras esperaba que el destino decidiera su suerte.

Poco después, un grupo de cinco caballeros se acercó hacia su posición mientras sus risas les precedía. El norteño miró en su dirección y torció el gesto: nobles de casas menores o quintos hijos que se habían mantenido apartados de la batalla durante lo más crudo. Seguramente estarían divirtiéndose con los heridos y rezagados. No era el tipo de compañía que le hubiera gustado tener en aquel momento.

La partida se paró a unos metros de él mientras uno de ellos, el que parecía más atrevido, avanzaba un poco y decía:

- ¡Mirad chicos! ¿Qué tenemos aquí? ¿El último valiente o el más grande de los cobardes? ¡Ni siquiera va armado!

Sus compañeros rieron la chanza mientras éste hacía que el caballo diera una vuelta completa alrededor de él.

- ¿Cómo te llamas, salvaje?

El norteño se levantó, quedando así casi a la altura de la grupa del caballo.

- Mi nombre es Conrad, y pertenezco al grupo de prisioneros que enviaron como avanzadilla.

El petimetre lo miró atentamente, fijándose en sus heridas, los dedos que empezaban a ponerse negros y su intento de mantenerse erguido.

- Cierto, cierto, el capitán Yunta comentó algo de un indulto, pero no me creo que una bestia indisciplinada como tu haya sobrevivido al combate -dijo mientras se bajaba del caballo con la mano posada sobre la espada -, creo que más bien te confundiste con tus hermanos y has esperado a que la matanza terminara para salir de algún agujero.

Conrad suspiró desde lo hondo de su pecho. Esperaba problemas, no sabía de qué se sorprendía.

- He luchado y he ganado mi libertad. Dejadme en paz.

El joven noble se rió de él en su cara y miró a sus amigos mientras éstos también se reían.

- Bien, si es verdad que has luchado no te importará enseñarme de qué manera lo has hecho, ¿verdad? - dijo mientras sacaba su espada -, te reto a un duelo, un duelo por tu libertad, por así decirlo.

Mientras todos volvían a reírse Conrad observó al joven. Parecía que el arma era buena, una espada larga con guarnición recubierta de oro. Vestía una armadura de cuero tachonado, algo de poco peso para poder hacer incursiones rápidas sin ralentizar su caballo, y mantenía, lo que podría llamarse entre los gentileshombres, una postura para el combate correcta. Él no era un gentilhombre.

- No quiero hacer esto -contestó Conrad girándose ligeramente, dejando el escudo entre él y su oponente.

- Lo que tu quieres no importa, maldito salvaje -gritó más que dijo el petimetre mientras se lanzaba a fondo.

Conrad paró la estocada con el escudo. Normalmente no debería tener problemas, un escudo es un escudo, y su oponente no llevaba un arma capaz de quitárselo mediante la fuerza bruta o de hacerle una abertura. Pero estaba cansado y acusó el golpe tanto en su moral como en su estado físico.

El joven galán le lanzó otra estocada y una tercera. Todos fueron a parar al escudo, por lo que empezó a realizar tajos laterales y verticales para obligarlo a levantar el escudo y así mostrar algún hueco en su defensa.

El norteño paró todos los golpes mientras intentaba pensar cómo salir de este embrollo. No podía competir con los caballos, y matar a alguno de aquellos nobles volvería a colocarle la soga al cuello. En aquellos momentos volvió a pensar en cuanto odiaba su vida




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