La saga del Heraldo

Capítulo 10

 Algunas horas después, de madrugada, Iacobus y Memnoch compartían un apartado en sendas camas en el Hospital de San Pantaleón, mientras el desconocido, sólo detrás de un biombo, descansaba bajo la atenta vigilancia de madame Cleaudette y del bárbaro, que se mantenía cerca como si estuviera de guardia.

La noche anterior Melissa había buscado a la dueña del local y ésta, tras convencerla de que ya no había peligro, había usado sus recursos para trasladar a los heridos a la iglesia a petición de la ladrona.

La madame también había mostrado interés en saber si la lucha había llamado la atención de alguna autoridad, pero parece ser que alguien había sobornado a la guardia de antemano mientras que el ciudadano de a pie había mostrado el usual abanico de actitudes: primero curiosidad, luego un morboso interés, y cuando aparecieron la magia y la bestia, un sano instinto de supervivencia.

Una vez que comprobó que los distintos pacientes no tenían intención de despertar pronto, la impaciencia y la preocupación por su local se cebaron con ella; el estado en el que se encontraba, los cuerpos que allí había... Melissa le dijo que podía irse, que su amigo estaba en buenas manos, pero madame Cleaudette era reticente.

- No puedo dejarlo así... tengo una responsabilidad para con él, no es sólo el dinero que invirtió en su protección...

- Y destrucción -interrumpió el bárbaro con una voz grave, que parecía retumbar en su pecho mientras continuaba apoyado contra la pared.

- ¿Quién es usted? -preguntó Melissa mirándolo fijamente. Las correrías y emociones no le habían dado margen a indagar nada sobre nadie, y luego, una combinación del interés de la madame por el desconocido y de las miradas fijas que le había lanzado el padre Vasily, la habían incitado al mutismo.

- Me llamo Conrad -contestó el bárbaro.

- ¿Y qué hace aquí? -preguntó madame Cleaudette frunciendo el entrecejo.

- Estoy aquí para protegerlo -volvió a contestar llanamente Conrad.

Ambas mujeres se miraron y Melissa preguntó:

- ¿En nombre de quién?

- Basandere -dijo el bárbaro alzando levemente los hombros. Y viendo que ambas se lo quedaban mirando sacudió la cabeza diciendo -Es difícil de explicar.

Madame Cleaudette lo seguía mirando con los ojos entrecerrados, pero Melissa recordaba la manera en la que se había abalanzado sobre la criatura y sin armas. No sabía qué quería aquel extraño, pero estaba claro que si su objetivo hubiera sido acabar con ellos habría sido un hueso duro de roer.

La ladrona miró a la otra mujer a los ojos y pareció que ambas estaban pensando lo mismo, por lo que después de disculparse y pedirle a Melissa que la mantuviera informada, la madame salió de la iglesia. Justo antes de montarse en su carruaje se volvió y le dijo que un mensajero le traería su ropa a Yago.

- ¿Yago, ese es su nombre? -preguntó Melissa extrañada. Madame Cleaudette asintió mientras contestaba.

- Si, Yago. Yago Mort.

Melissa estaba familiarizada con los apellidos de la ciudad en general, pero ése en concreto no le sonaba nada. Asintió hacia la madame, se despidió de ella y volvió a entrar en la iglesia.

Asomó la cabeza al otro lado del biombo y vio que Iacobus y Memnoch seguían inconscientes, pero no demasiado mal. Ambos tenían la tez macilenta y la piel pálida, así como ojeras por cómo habían abusado de su cuerpo llevándolo hasta el límite, cada uno en un aspecto. Pero no fue eso lo que la hizo sentir mal, sino cómo se recortaba la figura del padre contra la luz que procedía de la sacristía. Sabía que querría hablar con ella, por lo que se dirigió hacia allí mientras Conrad la seguía con la mirada.

Cuando el bárbaro la perdió de vista, sacó el muñeco de paja de su zurrón y lo sostuvo entre sus manos. Parecía que desde que había encontrado a Yago había empezado a marchitarse a gran velocidad, por lo que las doradas hebras de maíz tenían ahora un color grisáceo y hasta el trozo de tela que llevaba por capa estaba desmadejándose. No sabía qué significaba, pero tenía claro que seguiría a aquel hombre hasta averiguarlo.

Volvió a meter el muñeco en su zurrón y alzó la vista hacia la lechuza que desde que habían llegado se ocultaba entre las vigas del techo. Sus ojos verdes destacaban entre las sombras, aunque no miraba únicamente en su dirección, sino también en el espacio del otro lado del biombo. Un leve gruñido de desconfianza vibró en su pecho.

Desde que entró en su despacho, cerró la puerta y se sentó notó los ojillos del sacerdote fijos en ella.

Estaba sentado muy rígido, al borde de la silla y la miraba por encima de sus manos unidas por las yemas de los dedos, mientras sus labios estaban apretados formando una línea.

Durante dos minutos el silencio sólo se rompió por los leves crujidos de la silla al retorcerse la ladrona, incómoda.

El sacerdote empezó a hablar con voz calmada y exenta de emoción.

- Voy a dar por hecho que te han seguido y que ahora Luca Brisa podrá conjeturar sobre quiénes somos y lo que hemos estado haciendo. También voy a empezar a desalojar discretamente a todos los enfermos y hermanas relacionados con nosotros, ya que están en peligro, aunque no sea inmediato. Has puesto a madame Cleaudette, una de nuestras más importantes aliadas, en una posición en la que no podrá ayudarnos hasta que esté exenta de peligro. Y todo ha empezado por una simple acción: no seguir mis instrucciones... -el sacerdote se levantó y se dio la vuelta de cara a una estantería, dándole la espalda-, necesito saber por qué.

Melissa se removió incómoda en su silla una vez más.

- Pensé en las esclavas que habíamos salvado y lo que esa cosa les había hecho... pensé que cabía la posibilidad de que La Sal Dorada fuera el próximo objetivo y actué en consecuencia- terminó diciendo con algo más de firmeza.

- Y si te dio tiempo a avisar a madame Cleaudette de tus planes, ¿qué te impidió decírmelo a mi también?




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