La saga del Heraldo

Capítulo 11

 Memnoch dejó a sus nuevos compañeros sin decirles su intención: quería buscar pistas sobre la criatura, por lo que quería ir a la Sal Dorada y de allí quería desplazarse al laboratorio del profesor Beaufort.

Antes de marcharse, Melissa le dijo que le enviaría a alguien para informarle de donde estaba su nuevo alojamiento. Lo cual significaba de forma implícita que ésta sabría donde habría estado él, pero estos pensamientos no tenían cabida en la mente del joven mago, que iba reflexionando por la calle mientras se dirigía a su destino.

La afección, por llamarlo de alguna manera, que aquejaba a Yago Mort, era lo más extraño que había oído o leído en su vida.

Había escuchado relatos sobre los videntes y profetas que podían ver atisbos del futuro, aunque lo hacían con tal galimatias que muchas veces no tenían utilidad hasta que el desastre ya había ocurrido.

Aunque el joven noble dijera que no tenía control sobre ello, Memnoch sospechaba que con autocontrol y entrenamiento seguramente podría mejorar su situación, aunque estaba claro que no se lo iba a poner fácil. Yago había sufrido mucho, quedando la cuestión de qué podía haber hecho que un joven noble adinerado dejara su casa y se lanzará al mundo para acabar en la sala segura de un burdel.

Un leve dolor de cabeza se empezaba a instalar en su cabeza a medida que le daba vueltas al asunto. Memnoch reconoció el típico dolor que acompaña al cansancio. El día anterior se había esforzado más que nunca en su vida, y aunque se sintiera orgulloso de haberlo logrado, se preguntó qué habría pasado si hubiera ejercido más presión, si no hubiera cortado el hechizo cuando lo hizo.

El maestro Harkings había trabajado mucho con él distintos aspectos de la magia, su proceder, su funcionamiento y la variedad de efectos que podía conseguir con ella, pero nunca habían tratado asuntos más banales como su fuerza o cómo podía evolucionar un mago.

No cabía duda de que la experiencia es un grado, y que la confianza que se coge al ejecutar cada vez más conjuros hacía que éstos fueran resultando cada vez más fáciles, más automáticos, pero nunca se había planteado si aparte de eso los "músculos mágicos" podían ejercitarse o si ya se encontraba limitado.

Memnoch sonrió para sus adentros pensando en su maestro cuando le decía "recuerda que no siempre gana el más fuerte, si no el más listo". La sonrisa se le borró un poco cuando recordó que ahora mismo no estaba siendo demasiado listo. Suspiró y apretó el paso al tener ya a la vista su primer destino.

La Sal Dorada estaba cerrada, pero se veía movimiento de gente entrando y saliendo. Parecía que Madame Cleaudette no perdía el tiempo y ya estaba con limpiezas y reparaciones.

Entró en el local esquivando un par de mujeres con cubos, y buscó a la dueña por la sala principal.

Madame Cleaudette lo vio en la puerta y se dirigió hacia él sonriéndole cálidamente a la vez que juntaba las manos a la altura de la cintura.

- Maese Memnoch, querido amigo... Muchas gracias por haberos quedado anoche en el local. Si no hubierais estado aquí no sé lo que habría ocurrido.

El joven mago se ruborizó un poco mientras inclinaba la cabeza y le contestaba:

- No ha sido nada mi señora, de verdad. Me alegra haber podido ayudar.

La madame inclinó la cabeza a su vez y desenganchó una bolsita de cuero de su cinturón y se lo tendió mientras decía:

- Como acordamos y un extra por las molestias.

El primer impulso de Memnoch fue rechazar la bolsa, pero una vocecita desconocida para él hasta el momento le aconsejó que la tomara. Trabajar por amor al arte cuando se necesitan todos los recursos posibles le parecía feo… y estúpido.

Memnoch asintió mientras cogía la bolsa y la metía en su zurrón.

- Os lo agradezco, aunque voy a tener que abusar un poco más de vuestros servicios.

- ¿Qué servicios? -contestó entornando los ojos picaronamente la madame con una sonrisa.

- Necesito saber qué ha ocurrido con los supervivientes de anoche y con los restos de la criatura -balbució el joven mago.

La madame asintió mientras miraba por encima del hombro su local y le contestaba:

- Los hombres de anoche están en manos de la guardia de la ciudad, lo siento mucho; pero la criatura… está en un establo cercano con el que tengo convenio.

- Necesito estudiarla… por si aparecen más -dijo asintiendo Memnoch- querría llevármela a un sitio tranquilo donde poder trabajar.

- Ahora mismo está en un carruaje, ya que pensaba llevarla a las afueras para enterrarla y deshacerme de ella, pero si es como decís no tengo inconveniente en que os la llevéis.

- Muchas gracias madame -contestó el joven mago inclinando la cabeza.

La bella mujer lo llevó a un edificio aledaño y allí estaba, tal y como le había dicho. El carro estaba orientado hacia la puerta y una lona tapaba el cuerpo. Los pocos caballos que había en el establo se removían con nerviosismo y se alejaban todo lo que podían.

Memnoch retiró la lona y comprobó que los restos se estaban descomponiendo lentamente pero sin pausa. Grandes extensiones de piel negra se estaban licuando dejando a la vista fibras musculares que cada vez estaban menos tensas.

El mago volvió a ponerle la lona encima y se dirigió a la madame:

- Tengo que llevármela de aquí ya, antes de que no quede nada que estudiar.

La madame asintió y llamó a uno de los encargados dándole instrucciones para que siguiera las indicaciones del mago. En pocos minutos engancharon un caballo al carro y se dirigían hacia la universidad, ajenos a un par de ojos grises que los contemplaban desde el otro lado de la calle.

Poco después, Memnoch hacía esperar al carro cerca de la universidad mientras se dirigía al aula del profesor Beaufort. Tuvo suerte de coincidir con un tiempo entre clases y pudo encontrarlo sin necesidad de interrumpir nada.




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