La saga del Heraldo

Capítulo 13

Estaba a punto de oscurecer y Memnoch aún no había descubierto nada... al menos nada de utilidad.

La criatura seguía descomponiéndose aceleradamente, por lo que el tiempo se iba acabando. Con la ayuda del profesor Beaufort había descubierto que la criatura no era vulnerable al fuego ni al frío.

Y parecía que el ataque con el rayo de la noche anterior sólo había tenido efecto gracias a la daga que tenía clavada, atravesando así la capa viscosa que recubría la criatura.

Con respecto a cómo había aparecido, el joven mago estaba desconcertado. Los principios de la magia eran simples, aunque su aplicación era lo que hacía de ella un arte.

La voluntad del hechicero equivalía a la fuerza que era capaz de imprimir a sus conjuros, mientras que el hecho de que éste fuera capaz de imaginarse el efecto que quería conseguir, de donde saldrían los recursos que lo conformarían y de qué forma debían combinarse se traducían en la matriz del hechizo, el cómo todos esos efectos derivarían en lo que quería.

Memnoch podía imaginarse la matriz que conformaba aquella criatura y había confirmado algunas hipótesis al respecto, pero era lo que había alimentado el hechizo lo que lo traía de cabeza.

Percibía que la voluntad y la intención, por decirlo de alguna manera, no eran la misma. Y la argamasa que los mantenían unidos no tenía una firma lógica. Si bien el conjunto se había alimentado de los hombres que Iacobus le había comentado, la voluntad inicial era tan firme como indeterminada, mientras que la intención era sólida, matar y obedecer.

El joven mago había estado hablando en voz alta durante todo el día tanto para sí mismo como para saciar la curiosidad del profesor.

Éste no podía negar lo que habían visto sus ojos, pero dado que Memnoch le había respondido ya un par de veces de que analizar un hechizo de esa complejidad dependía tanto de los conocimientos como de la intuición, se mostraba escéptico:

— ¿Cómo puede usted afirmar que la voluntad que se ha usado para este hechizo es firme?

— Porque el hechizo entero... es sólido, no vibra, no tiene desviaciones y su duración es demasiado prolongada —contestó Memnoch. —He pensado varias veces que podía ser una invocación, pero es imposible dado lo que me ha contado Iacobus.

— Pero usted dice que la intención ha sido otra —volvió a insistir Beaufort alzando las manos junto a las cejas.

— Por intención me refiero a las órdenes que lleva consigo el hechizo para hacerlo funcionar... son demasiadas y demasiado complejas, pero ahí está, todo junto y sin desmoronarse.

— ¿Y qué es lo que no consigue identificar? —siguió preguntando el profesor.

— No soy un experto, pero es la primera vez que lo veo... es como si... es algo que lo recubre por entero. Imagínese la más fina maquinaria de engranajes recubierto de barro, pero en vez de entorpecer el mecanismo, lo hace funcionar.

Beaufort estaba empezando a frustrarse tanto como Memnoch. Por un momento se volvió hacia una pizarra que tenía al lado, como si fuera a hacer un esquema de lo que tenían entre manos, pero bufó para sus adentros y se lo pensó mejor.

— Esa analogía no vale de nada —le increpó al mago.

— ¿No me diga? —le contestó Memnoch con una sonrisa.

El profesor sonrió a su vez y suspiró pasándose una mano por la cara.

— Voy a ir a por algo de cenar... deje eso un momento y relájese. Está agotado, amigo mío.

— Esta bien —contestó el mago, haciéndole caso.


Memnoch se volvió hacia la ventana para observar cómo muchos de los alumnos y resto de la comunidad estudiantil empezaba a irse a su casa. Una parte de él siempre había pensado que acabaría de ese modo. Estudiando o enseñando, llevando una apacible vida de recogimiento y descubrimientos.

Pero otra parte de él, la que había disfrutado de su estancia en el cuartel de Gubat y escuchado los relatos de su maestro sobre sus aventuras, quería recorrer mundo y enfrentarse a lo que hubiera ahí fuera.

Esa vida, como la otra, tenía ventajas y desventajas... y el arriesgar su vida parecía una desventaja de peso, pero debía admitir una cosa: le encantaba la magia.

La experiencia de la noche anterior había sido extenuante, pero también vigorizante. Jamás en su vida había pensado que un día encauzaría tal cantidad de poder. Aunque si pensaba detenidamente en su actuación, también había cometido muchos errores que un observador externo habría calificado de inexcusables.

Retorció la boca saliendo de su ensimismamiento al escuchar que la puerta del laboratorio volvía a abrirse.

El profesor Beaufort traía una bandeja con una jarra, dos vasos y lo que parecía ser un pastel de carne con dos tenedores y una hogaza de pan.

— Se lo he requisado a uno de mis compañeros que ya se iba —dijo sonriente mientras dejaba la bandeja en una mesa auxiliar—, y un mensajero ha traído esto para usted —terminó diciendo mientras le alcanzaba un pequeño zurrón.

Memnoch lo tomó con el ceño fruncido y miró en su interior. Dentro había un muñeco, un pañuelo y una pipa, la cual reconoció como perteneciente a Yago.

¿Para qué demonios alguien me enviaría esto? Pensó. También había una nota. El mago la desdobló y leyó su contenido, que estaba escrito con letra temblorosa.

Villa hermosa, al lado de la tonelería Fournier.

Memnoch le dió la vuelta a la nota al ver que una palabra traspasaba el papel desde el otro lado.

Esa palabra era: Cuidado.

Y vino acompañada de un crujir de tablas.

Memnoch soltó la bolsa, reunió su voluntad a la desesperada y gritó “¡Tamo haging!”, haciendo que un escudo de viento con forma de lágrima lo rodeara.

El hechizo volcó la mesa donde estaba el cuerpo de la criatura pero también lo salvó de una salva de proyectiles negros del tamaño de su puño que se dirigieron hacia él desde distintos ángulos.

A medida que el viento desviaba las bolas y éstas se estrellaban contra el techo y el suelo, un hedor nauseabundo se fue extendiendo por el laboratorio.

El mismo hedor que estuvo presente en el asalto a la Sal Dorada la noche anterior.

— ¡Beaufort, póngase a cubierto! —gritó el mago mientras miraba a su alrededor y hacía un esfuerzo para dejar el escudo alimentado en una esquina de su mente.

El profesor se escondió debajo de una mesa que había contra una pared mientras Memnoch seguía buscando a su enemigo.

Una risa burlona de mujer que parecía venir de todas partes llegó a sus oídos.

— Conque tu eres el mago que ayer mató a mi criatura —dijo la voz bailando a su alrededor—, esperaba algo más impresionante, pero veo que apenas eres un aprendiz.

Memnoch seguía escrutando lo que le rodeaba mientras avanzaba hacia el centro de la sala. Conocía el tipo de magia que estaba usando para ocultarse, pero nunca se había enfrentado a ella.

El aprendiz intentó calmar su respiración y envió sus sentidos mágicos para que tantearan a su alrededor, pero no descubrió nada.

“Demonios” pensó. Tendría que ocurrírsele algo, y rápido, ya que después de la noche anterior se estaba cansando rápidamente.

Vio por el rabillo del ojo las distintas mesas con recipientes del profesor y suspiró con algo de egocentrismo. Ya que no se le daba bien detectar lo oculto por la magia intentaría aprovechar lo que ya tenía en marcha.

Hacía poco tiempo que trabajaba con la magia del aire, pero dada su experiencia a la hora de mover objetos metálicos la sintió tremendamente afín a sí mismo, por lo que se concentró y levantó las manos hacia el viento que lo rodeaba para enviarlo a los múltiples recipientes que allí se encontraban.

Tumbó las mesas, lanzándolos al suelo, y recogiéndolo todo formó un torbellino a su alrededor compuesto de cristales, papeles y líquidos de distintos colores, que hizo crecer rápidamente para que abarcara el máximo posible del laboratorio.

A los pocos segundos se perfiló una figura cerca de la estructura de la tribuna que separaba el área del aula del laboratorio propiamente dicho.

Como delataba la voz que había oído y que ahora estaba maldiciendo, se trataba de una mujer.

Memnoch intentó aprovechar su confusión para lanzarle un ataque con el viento que ya había creado al grito de ¡Hagin! Y lo consiguió. La hechicera había intentado esquivarlo, pero al final el mago la había alcanzado igualmente lanzándola contra las barras de la tribuna con fuerza.

“Ahí va la mitad de lo que tengo” pensó Memnoch mientras intentaba concentrarse para estar preparado, pero le faltaba el aliento por haber encadenado tantos hechizos.

La hechicera se levantó siseando maldiciones y agarrándose a una de las barras para no trastabillear.

— Maldito imbécil —escupió mirando con odio al mago—, al final voy a tener que ponerme dura contigo.

Por fin Memnoch pudo verla sin el hechizo que la cubría.

Obviando las manchas y los pequeños cortes derivados de su torbellino, la hechicera estaba relativamente ilesa.

Tenía el pelo liso, largo y negro, llevaba un traje de una sola pieza oscuro que dejaba a la vista casi más de lo que tapaba, lo que podía tomarse como una señal de confianza en si misma.

Y era hermosa pese a los ojos blanquecinos y la expresión de desprecio que mostraba.

Y al mago no le cabía duda de que no era una aprendiz como él, ya que la rodeaba un halo de poder que casi podía notar empujándolo e imponiéndose.

— ¿Quién eres? —preguntó Memnoch intentando ganar tiempo y, para que mentir, información.

— Me llamo Sheila... y mis habilidades están muy por encima de las tuyas, conjurador de pacotilla.

— Muy bien —contestó Memnoch asintiendo con la cabeza—, y ¿qué es lo que quieres?

— He venido para detener tus estúpidas intromisiones... y para hacerme con el heraldo.

A Memnoch se le pusieron los vellos de punta, pero no sabía si era por lo que ese título implicaba o era por la tensión que se notaba en el aire.

La hechicera estaba encauzando poder disimuladamente, pero el mago ignoraba si lo había liberado ya, por lo que mantuvo la concentración.

— ¿No tienes ni idea de lo que está ocurriendo —preguntó Sheila con una sonrisa ladina—, verdad?

Memnoch vio la sombra de una figura detrás del biombo que el profesor había colocado delante de la puerta para evitar curiosos.

Procuró no mirar directamente hacia allí, ni siquiera cuando reconoció los movimientos de Iacobus desenfundando sus arcabuces.

Si conseguía retenerla o seguir haciéndola hablar ganaría tiempo para que su compañero actuara.

— ¿Me vas a decir tu lo que ocurre entonces?

— No, creo que no —contestó la hechicera después de chasquear con la lengua—, si quieres saber lo que está ocurriendo, ríndete o únete a mi.

— Ridículo... —escupió Memnoch.

— ¿Quién te ha dicho que fuera una petición? —contestó Sheila con una sonrisa.

En ese momento un grito del profesor Beaufort hizo que el mago mirara en su dirección.

Seguía debajo de la mesa, pero algo parecido a una serpiente lo rodeaba apretándole los brazos contra el tronco mientras un símil de boca con colmillos se mantenía a la altura de sus ojos.

Memnoch siguió el cuerpo de la culebra con la mirada hasta la estructura del estrado. Le hechicera la había usado para ocultarla mientras charlaba con él.

Mierda.

Sheila rió burlonamente mientras descubría su mano, desde la cual partía el tronco de la serpiente que amenazaba a su amigo.

— Libera tu poder, mago... o me cebaré con el hombrecillo.

Una gota de sudor le bajó desde el nacimiento del pelo hasta la comisura de los labios.

Memnoch deseaba que Iacobus fuera capaz de dar con una solución, por lo que dejó marchar el poder que tenía acumulado.

— Eso está mejor —ronroneó Sheila a la vez que avanzaba hacia él—, contigo fuera de juego tus amigos no tendrán ninguna oportunidad esta noche.

Las consecuencias de la amenaza explícita que acababa de realizar Sheila fueron el detonante para Iacobus.

El estruendo de sus dos armas disparadas a la vez retumbó por la acústica de la enorme sala.

Sheila gritó de dolor cuando su hombro derecho estalló debido al impacto de una bala mientras que el tronco de la serpiente casí resultaba dividido en dos por otro proyectil.

Memnoch se vio dividido entre la necesidad de acudir en ayuda del profesor y el impulso de atacar con todo lo que tenía a la hechicera. Pero un rápido movimiento de la serpiente lo sacó de dudas.

Beaufort gritó presa del pánico y el dolor.

Mientras el mago se dirigía hacia allí alzando la mano e invocando un golpe de viento para terminar de separar la serpiente de la la hechicera, Iacobus salió de detrás del biombo vaciando sus arcabuces al grito de:

— ¡Muere zorra, muere!

Sheila, herida y viéndose superada en número, chilló con frustración mientras hacía un gesto circular con las manos haciendo que los proyectiles se convirtieran en polvo de color óxido antes de llegar a ella.

Acto seguido, se dirigió a la carrera hacia una de las ventanas del aula que estaba entreabierta, escapando por ella.

Iacobus iba a perseguirla cuando Memnoch lo llamó con desesperación.

La serpiente se había desvanecido en el aire, pero las marcas de la mordedura estaban muy presentes y supuraban veneno.

El mago estaba inclinado sobre Beaufort mientras éste boqueaba en busca de aire y las venas de su cuerpo empezaban a destacar negras sobre la piel.

— ¡Cúralo! —le espetó Iacobus.

— ¡No sé cómo hacerlo! —contestó Memnoch a punto de que se le saltaran las lágrimas— En teoría podría obligar a su cuerpo a curarse, pero eso aceleraría el efecto del veneno.

— ¡Pues sácaselo me cago en la puta! —le increpó de nuevo el explorador.

— ¡No puedo!

— ¡Espabila joder!

Memnoch se concentró y empezó a reunir poder aunque de manera muy inestable. Y la razón de ello era simple: él sabía que no podía hacer nada y por lo tanto no podía centrarse en lo que quería conseguir.

— Agh... agua —consiguió murmurar Beaufort mientras su cuerpo perdía color rápidamente.

El mago dejó ir su voluntad y asintió mientras la congoja amenazaba con instalarse en su pecho. Iacobus lo sustituyó mientras él se dirigía casi a gatas hacia los restos de las mesas en busca de agua y también para ver si se le ocurría algo, cualquier cosa, al ver el material del académico.

Cuando llegó a la zona destrozada se encontró con la bolsa que el profesor Beaufort le había traído justo antes del ataque con la nota que lo había puesto sobre aviso.

Alargó una mano para cogerla y escuchó un breve pero claro sonido, como si algo sólido hubiera caído cerca desde poca altura.

La bolsa no había caído demasiado lejos de donde habían caído los restos de la criatura, ahora una enorme masa de carne con la consistencia del paté, pero cerca de lo que era su cabeza terminaba de rodar una pequeña piedra redonda, negra y con vetas blancas no más grande que una canica.

Memnoch la tomó entre sus dedos y pudo sentir el halo corrupto que emanaba de ella.

Mientras, Iacobus, asistía al profesor Beaufort en su fallecimiento.

Tan concentrados estaban los dos que ninguno escuchó los pasos que se dirigían hacia ellos hasta que los tuvieron encima.

— Por orden del rey, los dos estáis bajo mi custodia —dijo una joven voz de mujer con autoridad.

Memnoch y Iacobus miraron hacia la puerta y se encontraron con una joven que estaría en su veintena, pero que denotaba estar mucho más curtida de lo que su edad indicaba.

Una capa negra recubría unas calzas y un peto de grueso cuero tachonado sobre una camisa blanca. Llevaba ademas varios saquitos y una espada a la cintura cuya vaina estaba recubierta de runas.

Los dos compañeros terminaron su recorrido en un rostro anguloso, con los pómulos muy marcados, labios rosados estrechos, nariz firme y unos ojos grises que los miraban con severidad. Llevaba el pelo rubio recogido en un moño apretado, por lo que a primera vista no se apreciaba su largura.

La joven estaba tensa como un muelle y tenía la mano apoyada sobre la empuñadura de la espada.

Memnoch pensó por un momento en el aspecto que estaban ofreciendo junto a la criatura, el cuerpo del profesor y el destrozo que los rodeaba.

No debían de inspirar demasiada confianza, la verdad.

— Ehh... —empezó el mago guardando lo que tenía entre las manos y apoyándose sobre una rodilla para levantarse—, yo... mire usted, nuestros amigos están en peligro.

— Poneos esto —dijo sencillamente la joven mientras sacaba unos grilletes de debajo de su capa y los tiraba a su lado.

— Vaya —comentó Iacobus—, nunca se me hubiera ocurrido llevar de esos.

— Señora, por favor —dijo Memnoch poniéndose finalmente de pie—, le aseguro que no somos los responsables de esto y que hay gente en peligro.

La joven dio un paso atrás y llevó ambas manos a la espada mientras inclinaba la cabeza atenta a cualquier movimiento y decía:

— Oue os los pongáis he dicho.

A Memnoch volvió a embargarle la pena y la desesperación. No podía permitirse ese tipo de contratiempo, no ahora.

Miró hacia Iacobus en busca de apoyo pero éste estaba conteniendo una risa que parecía estar destinada a situaciones para nada graciosas.

— Je jejejejejeje eeeeeee... oye guapa, dime una cosa —empezó a preguntar con una sonrisa llena de dientes mientras las patas de gallo se le marcaban en su rostro quemado—, ¿de verdad trabajas para el rey?

La joven lo miró y con un movimiento brusco sacó de debajo de su peto una cadena con un blasón dorado que lucía el escudo de armas de la familia real.

— Eso significa... —empezó a decir Iacobus mientras le guiñaba un ojo disimuladamente al mago y seguía conteniendo esa risa tan desagradable—, que ya sabes donde tendrás que irme a buscar mañana.

Se levantó repentinamente como un resorte y se echó encima de la joven como si simplemente intentara darle un abrazo u ocupar la mayor parte de su campo visual.

La joven no se lo pensó dos veces y lo golpeó con la empuñadura en las costillas al desenvainar, pero eso no detuvo a Iacobus que siguió intentando echársele encima mientras se reía, como si fuera un borracho de taberna acosando a una camarera.

El desespero de Memnoch no menguó ni un ápice cuando comprendió lo que estaba haciendo su compañero, pero no podía dejar pasar la oportunidad de ayudar a los demás, así que alimentó su magia con esa angustia que lo embargaba y, dándose la vuelta para encarar la ventana más cercana, gritó ¡Hagin! Para destrozar los cristales y saltar por ella.

La risa de Iacobus lo acompañó hasta que se alejó del edificio perdiéndose en la noche.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.