La sangre despierta

Capítulo 4 – La lámpara que se apaga en la tumba

—Doctora… ¿segura que debimos entrar hoy? Este lugar tiene un aire... maldito. ¿Consultaste el calendario ritual antes de venir? —murmuró Julián, limpiándose el sudor con la manga mientras su linterna temblaba sobre los muros cubiertos de musgo.

—Sí, lo consulté —respondió Elina, con una pequeña linterna sostenida entre los dientes. Arrodillada frente a un ataúd de piedra gris verdoso, removía con meticulosidad la tierra acumulada por siglos—. Según el códice olmeca, hoy es un día propicio para “abrir portales, liberar espíritus y remover guardianes del inframundo”. En otras palabras: perfecto para excavar tumbas. Qué coincidencia, ¿no?

—¡Maldición! ¿No puedes decir algo menos espeluznante? —protestó Julián, alzando la mirada hacia el techo de la cámara. Una figura monstruosa decoraba el fresco: un híbrido de jaguar, águila y serpiente. Las líneas parecían moverse bajo la tenue luz, como si el ser quisiera liberarse del estuco y descender sobre ellos.

Elina lo ignoró. Con paciencia, dejó al descubierto un relieve tallado: una bestia con tres cabezas, un solo cuerno central, alas desplegadas y dos cuerpos entrelazados. Sus ojos parecían aún arder con la furia de una divinidad olvidada.

—¡Cinta métrica! —ordenó, extendiendo la mano sin apartar la vista del sarcófago.

Lucía, la asistente de documentación, le pasó una cinta flexible. Elina se giró hacia Julián, sonriendo con malicia.

—Vamos, gordito. Vamos a tomarnos una foto íntima con el ataúd imperial. Tú por ese lado, yo por este. ¡Mide!

—¿Por qué siempre me toca a mí? —refunfuñó Julián mientras se arrastraba junto al sarcófago—. Esto debería hacerlo un estudiante en prácticas.

—Eres el nuevo —sentenció Elina con una sonrisa feroz—. Los nuevos están para ser torturados por los veteranos. Y hoy quiero terminar antes del anochecer. Esto me dará puntos suficientes para el puesto titular. Mi madre necesita ese aumento.

—Estás loca… Eres una adicta al trabajo. Veintidós años y ya en camino a ser profesora asociada… Qué vergüenza para el gremio arqueológico —masculló Julián mientras iluminaba las medidas—. 2.80 metros de largo… 0.94 de ancho… 0.66 de alto.

—Perfecto —Elina dio una palmada a una de las estatuas zoomorfas que flanqueaban el sarcófago. El golpe soltó una nube de polvo que se esparció como un presagio. Mientras sonreía, no notó que el sonido del golpe provocó un eco profundo, grave, que se propagó por los túneles como si una bestia colosal despertara bajo sus pies.

Un viento helado cruzó la cámara.

La luz vaciló. Las sombras danzaron sobre los rostros de los arqueólogos, dándoles aspecto cadavérico.

El equipo, procedente del Instituto de Antropología de Oaxaca, había llegado a esta región selvática del sur de México para excavar una tumba preclásica. Según las leyendas locales, allí descansaba un sacerdote-rey anterior a la civilización zapoteca. Desde el primer día, todo había salido mal: intoxicación por raíces venenosas, una serpiente mordiendo al guía, una viga que aplastó la tienda del médico… Y eso, solo en la primera semana.

Cualquier saqueador de tumbas habría huido. Pero Elina, conocida como la pelirroja infernal, no era de las que creían en supersticiones.

—¡Martillos! ¡Picos! ¡Palas! —ordenó, frotándose las manos. Su cabellera roja brillaba bajo la linterna como una flama viva.

Pero nadie se movió. Al volverse, Elina notó que sus compañeros estaban paralizados, petrificados por el miedo.

—¿En serio? ¿El glorioso equipo de investigación de la Universidad Nacional cree en fantasmas? —señaló a cada uno—. ¿Educados en ciencia, pero derrotados por un poco de brisa?

Sacó varias velas de su mochila y las colocó en las esquinas de la cámara. Las encendió. Las llamas danzaban con un tinte verdoso.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Marisol, la experta en simbolismo prehispánico.

—¿Conocen “El aliento del muerto”? Es un ritual tradicional. Si las velas se apagan, acepto que nos vayamos. ¿Trato?

Julián miró las velas con tentación, a punto de soplarlas. Pero Elina ya los tenía a todos trabajando. La tensión desapareció. Nadie se fijó cuando, en la esquina suroeste, una de las velas se extinguió sola.

La losa había estado sellada durante milenios. Tardaron más de una hora en moverla unos centímetros.

—¡Uno, dos, TRES! —contó Elina.

Con un ruido atronador, la tapa se desplazó. Elina iluminó el interior y comenzó a cantar desafinadamente:

—En dos mil años más, nos volveremos a ver…
En vitrinas de museo, como amantes del ayer…
Tú en una, yo en otra, sin que nadie nos toque…
Ni siquiera un profanador podrá separarnos…

—¡Por favor, cállate! —gruñó Julián.

Se inclinó sobre el borde y vio algo. Una inscripción. La limpió con su pincel de pelo fino.

—¿Qué dice? —preguntó Elina, sin mirar.

—“El cielo es infinito, la tierra es vasta…
Los muertos habitan el Mictlán, los vivos en la superficie…
Los vivos no deben cruzar, los muertos no deben despertar…
¡Detente aquí, extranjero!”

Un olor dulzón y metálico comenzó a salir del sarcófago.

Elina resopló—. Típico conjuro funerario. ¿Qué más?

—¡La vela… se apagó! —gritó Julián—. ¡¡EL VIENTO, HUYAMOS!!

—¿Ahora somos saqueadores? —rió Elina.

¡BOOM!

Un temblor sacudió la tumba. El suelo se inclinó bruscamente. El sarcófago se deslizó, golpeando la pared. Los ladrillos se desmoronaron. Una grieta se abrió en el suelo.

—¡Es un derrumbe! ¡Fuera todos! —gritó Elina, usando su mochila como escudo.

—¡La entrada está bloqueada! —gritó alguien.

—¡Al túnel lateral, rápido!

—¡Está incompleto! ¡Y hay… un cuerpo… atascado!

Elina se lanzó sin dudar. Apartó restos óseos con manos ensangrentadas. Primero cayó un fémur, luego un torso. Finalmente, una cabeza momificada rodó hasta su pecho.

—¡Quítate de en medio! —gritó, arrojando la calavera.




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