La sangre despierta

Capítulo 5—Diecisiete años después

—El tercero.

Elina apoyó el codo en la rodilla, con el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante, mientras mantenía su bota firmemente sobre el pecho del hombre bajo ella. La luz dorada filtrada entre el follaje esmeralda del bosque jugaba en su rostro cuando observaba con curiosidad el objeto que tenía entre las manos.

Era un hexágono negro, de bordes angulosos y textura antigua, ni metálico ni de jade. El vértice inferior derecho era notablemente más largo que los otros, afilado como un colmillo obsidiano que brillaba siniestramente al sol.

Elina pasó suavemente los dedos por ese ángulo saliente, una sonrisa críptica curvándose en sus labios. Arrojó el sello al aire una vez y silbó con desdén.

Su mandíbula trazó una curva limpia a contraluz. La luz reflejada en su frente clara acentuaba sus cejas delicadamente arqueadas y sus ojos, intensamente negros, resplandecían sin moderación, como filos a punto de desenvainarse.

—¡Una credencial del Imperio de Sargón! ¡Qué buena suerte!

Elina se dio una palmada en las manos y guardó el sello en el interior de su chaqueta. Allí, el leve sonido metálico reveló la presencia de otras dos placas similares, pertenecientes a diferentes naciones.

Sonrió al escuchar el tintineo del contacto entre ellas.

Una vez reunidas las siete credenciales de los reinos del continente, entonces…

—¡Elina!

Elina entrecerró los ojos. Sin volverse aún, extendió un dedo y bloqueó los canales de energía del hombre bajo sus pies. Luego, con un leve empujón, lo arrojó a los matorrales. Se incorporó con calma.

Al girar, su expresión se iluminó con alegría genuina y preocupación involuntaria.

—Zair.

Zair vestía de azul marino, alto y apuesto. Sus ropas y modales evidenciaban su linaje noble. La sonrisa en sus labios tenía una calidez serena, que hacía pensar en la brisa primaveral.

Zair —el discípulo más brillante de la Orden de la Espada de Aegiria, heredero de una de las casas más influyentes de Altaria, y el joven más deseado entre las aprendices del templo—.

—Otra vez perdiendo el tiempo en el bosque —dijo con una sonrisa suave, a tres pasos de distancia—. Si no entrenas, mañana en el torneo volverás a quedar última. ¿No te cansa que te reprendan?

Elina se encogió de hombros y revolvió su cabello con indiferencia.

—Bah, ya me acostumbré a perder.

Sus palabras eran un eco mecánico de sus antiguas conversaciones, pero esta vez no notó el matiz distinto en los ojos de Zair: la contradicción, la frustración.

Zair avanzó un paso.

—Elina —dijo con voz baja—, ¿de verdad no puedes tomarte esto en serio? En este continente, el poder lo es todo. Un guerrero sin progreso está condenado a la humillación. ¿Nunca pensaste en cambiar eso?

Hizo una pausa.

—¿Aunque sea... por mí?

Por mí.

Elina levantó la mirada. Vio el conflicto en los ojos de Zair, la inquietud, el dolor. Y de pronto, esa mirada... ya no era tan rara. Últimamente, la veía más y más.

Abrió la boca, casi a punto de confesarlo todo: que no era falta de talento, sino una elección deliberada; que rehusaba practicar el arte interno de Aegiria porque chocaba con su verdadero legado: la técnica de las Nueve Rupturas. Quería decirle que sólo necesitaba un poco más de tiempo, y algún día, él se sentiría orgulloso de ella, no avergonzado.

Pero no podía.

Las palabras de su maestro la retenían:
"Nunca, jamás, reveles tu verdadera técnica en ningún templo de este mundo."

Zair era leal a la Orden. Si ella le contaba, pronto todo el templo lo sabría.

Elina respiró hondo y alzó sus largas pestañas.

—Zair, de verdad... estoy dando lo mejor de mí.

Zair la observó largamente. Luego, suspiró. La tensión y la desilusión se desvanecieron en una resignación silenciosa.

—En un año, será el Torneo de los Siete Reinos, en la capital de Sargón. Todos los nobles guerreros se reunirán para competir en estrategia, táctica y combate. El ganador obtendrá control militar de su nación. Nuestro maestro ha decidido que representaré a Aegiria junto con Arya, la discípula estrella.

Mencionó esto con voz neutra, de pie contra el sol poniente, que lo envolvía con destellos dorados. Su figura parecía lejana, como desdibujada por la luz.

Elina sintió un nudo en el pecho.

—Ustedes son los mejores. Hasta el rey de Altaria los ha llamado “las gemas gemelas de la espada”. ¿Si no ustedes, entonces quién?

Zair la miró. Su voz cambió de tono, más íntimo.

—Elina... en realidad, desearía que ese título fuera para ti y para mí.

Elina forzó una sonrisa.

¿Y acaso ella no lo deseaba también? Por más fuerte que fuera una mujer, ninguna soporta que el hombre que ama sea emparejado con otra.

El crepúsculo se disipó velozmente. El cielo púrpura y rojo se redujo a un velo carmesí. A tres pasos de distancia, Zair parecía ya una sombra.

Elina sintió un repentino desasosiego. Algo le apretó el corazón. Tal vez, pensó, si no lo dice ahora… nunca lo dirá.

—Zair, tengo que decirte algo…

—Elina, tengo que decirte algo —la interrumpió de pronto—. Mi familia… ha arreglado mi matrimonio con Arya. Ya aceptaron la dote. Después del torneo... me casaré con ella.




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