En el centro del graderío, bajo un dosel púrpura, estaba sentado el Maestre Lin de Aegiria. Su rostro, pálido y cubierto de sudor, revelaba que acababa de combatir… y no le había ido bien. Respiraba lentamente, recuperando el aliento.
En la arena de mármol blanco, un espadachín de túnica negra se enfrentaba al primer espadachín de la Orden.
Su estilo era una danza voraz: la espada se multiplicaba en espirales, en reflejos como de escamas, estrellas y dragones. El ritmo era tan rápido y el aura tan hipnótica, que algunos entre el público comenzaban a sentir vértigo.
—Es la Espada de la Niebla —susurró un discípulo a su lado—. Uno de los Diez Espadachines del Continente. Nadie sabe de dónde viene. ¿Cómo lo reclutó el Clan Albazul?
—¡Ahora entiendo por qué el Torneo de las Diez Órdenes se adelantó este año! ¡Ese viejo zorro de Albazul está aquí para humillarnos!
—¿Un solo espadachín contra toda la Orden de Aegiria? Qué arrogancia.
—¿Y qué si lo es? ¿No ves que nuestro primer espadachín apenas le sostiene el paso?
—…Hoy perderemos el honor.
Elina, disfrazada, avanzaba discretamente entre la multitud, sin intención de participar.
Pero un grito agudo cortó el aire.
¡Aaagh!
Un torbellino de energía impregnada de sangre la envolvió. Un cuerpo fue arrojado como una piedra hacia su dirección. Elina saltó a un lado.
El primer espadachín de la Orden cayó pesadamente frente a ella, dejando tras de sí un rastro de sangre en el aire.
Silencio absoluto.
Uno tras otro, los discípulos se acercaron, pálidos, a levantarlo. Una exclamación se escapó:
—¡Le cortó los tendones de la mano…!
Elina miró con frialdad la escena.
El espadachín negro se mantenía imperturbable. Estaba limpiando su hoja con un fragmento de tela… ¡la manga del caído!
Era una provocación brutal.
Pero lo que hizo arquear la ceja de Elina no fue eso, sino la precisión.
¡Qué velocidad!
No sólo inutilizó su mano, ¡también cortó con exactitud quirúrgica su ropa!
Y su oponente… no era precisamente un novato.
Mientras los líderes de las demás órdenes reían ruidosamente, la humillación pesaba sobre el aire como plomo fundido.
En un continente donde los reinos competían en torneos para definir jerarquías y acceder a recursos, una derrota así marcaría a Aegiria durante años.
Elina apenas dio un paso cuando la mirada del espadachín negro cayó sobre ella.
Era un rostro inexpresivo, casi como una máscara. Pero sus ojos… esos ojos eran un pozo insondable. Oscuros, fríos, y con un punto luminoso que danzaba dentro de su iris.
Y ese punto… estalló.
En la mente de Elina retumbó un eco metálico. Estrellas explotaron detrás de sus párpados.
Tropezó hacia atrás y golpeó contra una columna.
La Mirada del Abismo.
Un arte prohibido.
Este hombre no vino a medir fuerzas. Vino a destruir.
Trató de retroceder.
Pero entonces, el Maestro del Clan Albazul alzó la voz:
—¿No tenían otro campeón? ¿Dónde está ese tal Zair?
Maestre Lin vaciló.
—Zair regresó anoche a la capital.
—¡Ja! Seguro escapó cuando supo que vendríamos —dijeron varios Maestros entre risas.
—¿Y esa? —añadió el líder de la Orden de Cielorraso, señalando a Elina—. ¿Ella no pertenece a su orden? ¿También quiere huir?
La cara del Maestre Lin se ensombreció. Un discípulo empujó a Elina.
—¿Qué haces aquí estorbando? ¡Fuera!
—¡Vuelve a la cocina, sirvienta!
Elina alzó las cejas, los ojos ardiendo. Respiró hondo, contuvo su furia… y se giró para marcharse.
Pero entonces, otra voz —clara como campanas de cristal— la detuvo.
—Ella sólo enciende el fuego de la cocina. No la comparen con el hermano Zair, por favor.
Era Arya.
La noble Arya, con su vestido rojo ceñido, curvas pronunciadas y rostro sereno como de estatua divina. Su mirada, afilada, descendía sobre Elina como un cuchillo de hielo.
—Los clanes de Sargón y Altaria quedarían profundamente ofendidos si alguien insinúa tal comparación —añadió con una sonrisa.
Elina se volvió lentamente.
Arya se dirigió a los Maestros Supremos:
—En el Torneo de Sargón, el hermano Zair les mostrará lo que es el verdadero talento de la Orden de Aegiria.
Y miró de reojo a Elina:
—Esta muchacha ni siquiera merece pisar el mismo suelo que nosotros.
Risas estallaron por doquier. Incluso Maestre Lin asintió, complacido por la astucia de Arya.
Y entonces…
Entre los ecos de esas carcajadas crueles, entre los recuerdos que giraban en su mente como remolinos —la lluvia, la nieve, el hambre, el dolor, la humillación—…
Algo se encendió en el corazón de Elina.
Una llama.
Una rabia sagrada.
Una voluntad irreprimible.
Lo suficiente para querer desenvainar la espada… y prender fuego al cielo.
Dio media vuelta.
Se agachó, recogió la espada caída del primer espadachín, y caminó hacia el centro de la arena.
Un silencio mortal la siguió.
El viento aullaba entre las columnas doradas, alzando polvo y remolinos. El grabado de las bestias míticas en los pilares parecía cobrar vida, como si quisieran saltar y devorar a los presentes.
Elina se detuvo bajo un pilar.
Delgada. Erguida. Inamovible.
Parecía que un soplo bastaría para arrastrarla.
Pero también parecía hecha de piedra eterna.
Tomó un pedazo de su manga… y se vendó los ojos.
Alzó la espada.
Un haz de luz plateada emergió entre sus manos, reflejando el sol de la tarde como un río de acero.
Y sin decir una palabra… señaló con la punta de la hoja al espadachín negro.
Editado: 16.07.2025