Por fin estaba de vuelta en casa. Después de tres largos años batallando para cumplir mi sueño, por fin obtuve lo que tanto anhelaba y estaba lista para dejar mi huella indeleble en un rubro que no hacía más que crecer conforme lo hacían los psicópatas que inundaban las páginas con sus tristemente célebres calamidades. Sí, Delfina Barrow, la niña de porcelana, como solían llamarme en forma despectiva los enemigos de mi familia, se había esfumando en una noche de otoño para transformarse en la mujer tenaz e inconsciente que soy ahora, en el torbellino que promete sacudir desde los cimientos una ciudad envuelta en el pánico, postrada a merced de los miserables que vagan impunes por sus calles adoquinadas creyendo que nunca tendrán que dar cuenta de sus fechorías frente a un tribunal o, lo que es aún peor, jamás deberán mirarse en el espejo de las almas en pena que apenas si logra reflejarlos. ¡Esa era mi motivación!, no solo sentarme frente a una máquina a escribir crónicas o edulcorar una historia sombría para que fuera emocionante para los lectores, tampoco la inútil y frívola competencia de conseguir una primicia y obtener así una palmada en el hombro y transformarme en la empleada del mes, sino la idea loca de salir a la calle e investigar cual detective a los bandidos que nadie parecía tener interés en interrogar, mucho menos poner tras las rejas. Pero claro, esos eran apenas los sueños o delirios de una novata que rara vez se había codeado con la oscuridad de la noche o transitado las calles del pecado que perturban la mente y corrompen el alma de los solitarios, igual que un pasaje de ida sin escalas a la demencia. Aun así, aunque era cierto que me faltaba experiencia o salir a la vida, como a menudo decía mi tío, aquel sería el menor de mis problemas, la última de mis preocupaciones; ¿se preguntan por qué? bueno, quizá cuando termine este capítulo comprendan con lo que tuve que lidiar, lo que tuve que enfrentar para hacerme un lugar en el siempre competitivo mundo periodístico y, sobre todo, lo que tuve que batallar para para dejar de ser simplemente la sobrina de y transformarme en la señorita Barrow.
Resulta imperioso comenzar hablando un poco de mi familia para que puedan comprender el trato especial que recibíamos en Tulma. Atrás, muy atrás en el árbol genealógico un tal Patrick W. Barrow fue presidente del país, uno bueno según dicen, y de allí para abajo no cesan las personalidades célebres que supieron honrar y dejar bien alto el apellido. Embajadores, médicos reconocidos, abogados tenaces, jueces incorruptibles e inventores galardonados no hicieron más que poner bien alta la vara para todos los que pretendiéramos llamarnos descendientes; sin embargo, lo que pasó con mi madre, una soñadora empedernida, acorralada y empujada al exilio por unos sentimientos incontrolables, puso sobre mis hombros el peso del universo y delegó en mi humilde humanidad la presión milenaria de cortar la cadena y demostrar que no era uno más de los eslabones débiles que echan por tierra la sangre, la flor marchita que afea un jardín florecido en primavera; por el contrario, tenía la difícil misión de probar que era una mujer racional, capaz de controlar sus impulsos emocionales y seguir el norte sin distracciones, sin bifurcaciones, con la mente siempre puesta en la línea de llegada, esa que me permitió retornar a mi ciudad con la frente en alto y un diploma bajo el brazo, el mismo que el tío Víctor colgaba orgulloso en la sala de estar de nuestra poco modesta y para nada despreciable mansión.
—¿No crees que es un exceso de banalidad?
—¿Mi sobrina favorita se transforma en periodista y yo no me ufano de ello?
—Soy la única sobrina que tienes —sonreí mientras lo veía descender con cautela de aquella silla victoriana.
—Y por eso esta noche iremos a celebrar.
—No lo sé tío, estoy muy cansada —respondí—, el viaje resultó agotador.
—Sin excusas jovencita, esta noche, quieras o no, te presumiré frente a todas nuestras amistades.
—¿Qué planeas?
—Hay un nuevo restaurante francés al que me gustaría llevarte —sonrió con un brillo especial en los ojos.
—De acuerdo —asentí resignada—, tú ganas.
—Ahora hazme un gran favor, toma dinero del cajón de mi escritorio y cómprate un vestido bonito. ¡Y ni se te ocurra protestar! —exclamó previendo mi queja por venir.
—Si mal no recuerdo, tengo un placar repleto de vestidos en mi habitación.
—Esos están obsoletos —objetó terminante.
—¿Ahora eres un experto en moda? —pregunté con ironía.
—Quizá sea un viejo abogado, pero sé muy bien lo que lucen orgullosas las muchachas de la capital.
—¿Tienes alguna idea de lo que cuestan esos modelos?
—Por suerte el dinero no es una preocupación para nosotros.
—¿Pero qué dirán las personas? —cuestioné de inmediato, haciéndome eco del pudor repentino que se apoderó de mi cuerpo.
—No comprendo.
—Me malcrías demasiado tío.
—¿Y desde cuándo ese es un pecado mortal? —retrucó arrugando la frente, absorto por mi reticencia.
—Quizá por eso me llaman muñeca de porcelana cuando piensan que no los oigo —respondí entre dientes, haciendo públicos pensamientos que no debieron salir a la luz.
—Oye, jamás pensé que te molestaran los comentarios de la gentuza.