Me acobardé. Esa es la única verdad. Al principio me consolé pensando que una jugada tan osada ameritaba un tiempo de reflexión, y por eso pasé una semana entera sumergida en eventos de sociedad, acciones de caridad y, por supuesto, aprendiendo los gajes del oficio en las alocadas oficinas de El Tronador. Pero soy una Barrow y eso tiene sus consecuencias. Por mucho que intenté alejarme o correr en dirección contraria a las agujas del reloj, a un objetivo trazado, no podía concentrarme en otra cosa que no fuera averiguar qué estaba sucediendo en el lado B de mi ciudad. De ahí que aquella noche en la que volví a formar parte del club de lectura de la señora Carrighton, sentada sobre un almohadón de seda frente al hogar encendido decidí, como por arte de magia, en un arrebato inusitado de valentía –o demencia-, que al amanecer estaría parada frente a ese misterioso detective con la firme intención de dar inicio a una investigación que se había vuelto impostergable, urgente, casi una obsesión.
Y así lo hice. Temprano en la mañana, antes de que los madrugadores abrieran los ojos y los trasnochados los cerraran, emprendí mi viaje a las afueras de la ciudad, hacia una zona rural que nunca había visitado y que, según los escasos mapas que pude recolectar, era poco menos que un enorme descampado que ya no servía siquiera como área productiva. Y la odisea inició. Era algo que debía hacer sola, sin involucrar a nadie, mucho menos a gente que haría hasta lo imposible para convencerme de retractarme, de olvidar el asunto y no involucrarme, evitar poner los pies en arena movediza de la que sería difícil, por no decir imposible, escapar ilesa. Por eso, para evitar esos malos tragos o contratiempos que solo retrasarían lo inevitable, desistí de la ayuda de Marvin y tomé un taxi hasta la orilla de la ciudad, la frontera que dividía no el mundo civilizado de la barbarie, sino el bullicio del silencio sepulcral, la seguridad de tener a dónde correr a refugiarme de la incertidumbre que significaba la intemperie más absoluta, sombría y aterradora que había transitado jamás. Pero como dije infinidad de veces, ya no había vuelta atrás. ¡Por suerte no tenía puesto ninguno de mis costosos vestidos! ¿se imaginan lo que hubiera sido caminar con ellos en el lodo espeso decenas de kilómetros? Bueno, lamentablemente tampoco puede decirse que fui muy previsora, aunque en mi defensa diré que en mi placar no abundaban las prendas campestres. De ahí que, aunque me alegraba mantener intactos y a un mundo de distancia algunos de mis modelos favoritos, mentiría si dijera que no lamentaba la forma en que mis zapatos negros, mi falda plisada, mi blusa blanca, así como mi chaqueta, pañuelo y sombrero se echaban a perder a cada paso, a cada costoso y extenuante paso.
—¡Buenos días señora! —dijo un hombre entrado en años montando un precioso alazán.
—Señorita —refuté de inmediato.
—Uy, disculpe —replicó mientras se quitaba el sombrero—, no quise ofenderla.
—No hay cuidado.
—¿Puedo servirla de alguna manera?
—A decir verdad —sonreí para no llorar—, usted y su animal hubieran sido de gran utilidad hace dos horas.
—No comprendo.
—¿Acaso no puede verme?
—Usted es como un oasis en el desierto, por supuesto que la veo.
—Me refiero a mi aspecto desprolijo —reviré indignada—, casi andrajoso.
—Supongo que no escogió la vestimenta adecuada para surcar el campo.
—Créame, si hubiera sabido que me dirigía a un pantano, hubiera traído mi ropa de montar.
—¿Y qué la trae por Villa Apenuncio? —preguntó mientras apeaba.
—¿Villa qué? —no recordaba haber leído ese nombre en ninguno de los mapas.
—No es el nombre oficial del sitio, pero el dueño de la cantina Molinos, que se hallaba hace años al final del camino, se apellidaba de ese modo y lo bautizamos así en su honor, en su memoria.
—¿Era un ciudadano respetable?
—Era un ebrio sin ninguna educación —respondió sin pudor—, pero su boliche era el único atractivo por aquí.
—Entiendo.
—¿Y bien, cómo la ayudo? —insistió servicial.
—Estoy buscando una calle.
El vaquero giró su cabeza lentamente, oteando todo a su alrededor, confundido hasta la médula.
—Me temo que por aquí no hay ninguna calle —respondió mirándome como si estuviera loca.
—Pude notarlo —asentí entre dientes—. Ni siquiera hay caminos.
A la luz de la evidencia, hacía mucho tiempo se había esfumado todo atisbo de civilización.
—Entonces….
—Un vagabundo me dio un papel a la salida de una comisaría y…
—¿Acaso es usted una prófuga de la justicia? —indagó insolente, casi irrespetuoso.
—¿Qué? —yo estaba azorada, jamás me habían tomado por una delincuente.
—Pierda cuidado señorita, hay algunos sitios por aquí donde se puede esconder.
—¿Acaso le parezco una fugitiva? —reviré a punto de perder los estribos.
—Pues…
—Mire —interrumpí vehemente—, solo porque estoy exhausta, nerviosa y sucia, sobre todo sucia, haré oídos sordos y dejaré pasar esa ofensa.