La señorita Barrow. Crónica de un infierno

Capítulo IV. Buenas costumbres

—¿Tienen alguna idea de quién soy? —preguntaba una y otra vez Manfredini, cual mafioso de poca monta.

—Créeme, sabemos todo de ti —respondió Gastón mientras se arremangaba la camisa y se ponía en cuclillas frente a él.

—Entonces sabrán que puedo ocasionarles tanto sufrimiento que desearán no haber irrumpido jamás en mis dominios.

—Necesitamos hacerte unas preguntas.

—Libérenme o les garantizo que se arrepentirán.

—¿Vas a ayudarnos sí o no?

—Déjame pensarlo… —hizo una pausa de escasos segundos, fingiendo que lo meditaba—, púdrete imbécil.

—¿Es tu última palabra?

—¿Y qué harás al respecto? —lo desafió descarado, convencido de que estaba al mando de la situación aún maniatado, aún reducido a la mínima expresión.

—Nada —dijo Gastón encogiéndose de hombros cual adolescente—, pero quizá mi compañera tenga algo que decir.

—¿Me hablas a mí? —pregunté fingiendo no escuchar su conversación, sentada sobre un escritorio de madera terciada.

—Creo que nuestro buen amigo quiere recibir otro de tus estilizados pasos de ballet.

—¿Qué? —inquirió el bandido abriendo enormes sus ojos vidriosos—. ¡No! De acuerdo, de acuerdo, colaboraré, colaboraré.

—No eran tan difícil.

—Tú fracturaste mi nariz y unas cuantas costillas —dijo envilecido—; y esta desquiciada me arrancó de cuajo los incisivos centrales —la mirada penetrante que me dirigió al referirse a mi patada fue más que una amenaza, fue una promesa de venganza.

—Nunca fue nuestra intención lastimarte —se excusó Gastón—, pero créeme cuando te digo que todo aquello fue apenas una muestra, un anticipo del escarmiento que sufrirás si no nos proporcionas información valiosa.

—¿Qué clase de información?

—No nos interesan tus negocios sucios, ni estamos aquí para devolverte a la cárcel, sitio del que nunca debiste salir, sino que estamos tras la huella de un pez gordo, ¿comprendes?

—Yo trabajo solo, soy mi propio jefe —se apuró para librarse.

—Seguro escuchaste hablar de Flavia Lavristi.

—No me suena —lo negó desviando la mirada, señal inequívoca de incomodidad, de que escondía algo.

—Esfuérzate.

—Jamás oí ese nombre —insistió—, lo lamento.

—Bien, quizá debamos refrescarte la memoria.

—¡De acuerdo! —vociferó temiendo otra golpiza—, quizá escuché de ella en algún sitio.

—Así está mejor.

—¿Por qué les importa una prostituta?, ¿acaso son sus familiares?

—Eso a ti no te incumbe.

—No parecen policías, tampoco investigadores privados; eso no nos deja muchas opciones.

—¿Quién era su proxeneta? —indagó Gastón yendo directo al punto.

—Tomen esto como un acto de buena fe de mi parte: huyan, huyan mientras pueden.

—¿Disculpa?

—Están por meter la nariz en una sopa muy profunda —nos advirtió con una mueca burlona en su desfigurado rostro.

—Entonces sabes más de lo que dices.

—Yo no sé nada pero la noche habla, solo hay que prestar atención.

—¿Y qué dicen esas voces al amparo de la luna?

—Solo que desapareció sin dejar rastro —replicó—; ¿acaso no es por eso que están aquí?

—Dame un nombre.

—Nadie sabe sus nombres, pero te garantizo que no los hallarás caminando entre sombras por los pasajes de la perdición.

—Entonces nunca viste su rostro —Gastón estaba a punto de perder los estribos; temía que si no obtenía algo pronto de aquel bandido el ambiente se tornara irrespirable.

—Nadie lo hizo.

—Pero aun así sabes dónde trabajaba.

—Siempre la vi parada en las esquinas o gastando el asfalto en el Zulsh.

—¿Zulsh? —pregunté de inmediato, no había escuchado esa palabra jamás.

—Es un barrio en la zona roja —me respondió Gastón sin quitar los ojos de Manfredini, amedrentándolo con la mirada.

—Pero no sé para quién trabajaba, lo juro.

—¿Cuánto tiempo llevas en las calles?

—Sé lo que insinúas —carraspeó nervioso—, pero nunca me vinculé con la prostitución, mucho menos en esa zona.

—No, por supuesto.

—¿Ya pueden liberarme? —insistió lastimando sus muñecas en cada maniobra fallida.

—No.

—¡Vamos amigo!

—No fuiste de utilidad —sentenció Gastón poniéndose de pie, como si se dispusiera a abandonar el lugar—, no aportaste ningún dato que nos permita avanzar.

—¿Qué culpa tengo de no ser el hombre que buscaban?




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