La señorita Barrow. Crónica de un infierno

Capítulo VI. Entre tinieblas

El plan desobediencia estaba en acción. Aunque había decidido acatar las órdenes de mi jefe y escribir cualquier noticia, por insulsa que resultase, para satisfacer a un público ávido de frivolidades, por otro lado mantenía estoica la iniciativa de dar respuesta a los familiares de las desaparecidas y ponerle nombres propios a la barbarie que sumía la ciudad, a mi ciudad, en el infierno más temido. Sin embargo, en el camino hacia la verdad, amén de los obstáculos que trae aparejados cada investigación, debía lidiar con un cúmulo de detractores o más bien cretinos que intentaban por todos los medios poner coto a mi tenacidad:

—Creí que lucirías uno de los vestidos que te enviaron de Italia la semana pasada.

—Recuerda que voy a trabajar tío, no a hacer sociales —objeté mientras terminaba de retocar el maquillaje.

—Pero supongo que tienes permitido disfrutar de la jornada —replicó—. Además, recuerda que muchos de tus amigos estarán presentes, algunos de los cuales llevas años sin frecuentar.

—Y estaré feliz de verlos, pero tengo responsabilidades.

—Hablando de eso…

—Vamos suéltalo —lo arengué—, conozco tus silencios, sé que traes algo entre manos.

—Quiero que seas ciento por ciento sincera conmigo.

—Siempre lo soy.

—Me llegó el rumor de que no estás del todo concentrada, que en lugar de servir a los intereses del diario para el que trabajas, estás más preocupada por saciar ambiciones personales.

—¿Puedo saber quién esgrimió tamaña calumnia en mi contra? —pregunté en tono altanero, conociendo de antemano la respuesta.

—¿Es cierto? —presionó.

—No.

—Delfina…

—Estoy a punto de ir a cubrir el aniversario de un parque, ¿en serio te parece esa la actitud de una rebelde? —retruqué de inmediato, rápida de reflejos.

—Eres muy astuta.

—Supongo que tu para nada anónima fuente olvidó mencionar que desde que llegué jamás me dieron un escritorio, ni siquiera un cubículo, y me marginan a escribir porquerías que son del más absoluto desinterés de cualquier lector.

—¿Y qué esperabas? —inquirió encogiéndose de hombros, tomando posición en el bando enemigo—. Digo, en todos los empleos se inicia de abajo, aprendiendo el oficio…

—Soy periodista de policiales.

—Eres periodista y debes obedecer a tu editor en jefe.

—No puedo creer que te llamara para que me dieras este discurso.

—Nadie me llamó.

—Quizá sea joven, pero no nací ayer.

—Está preocupado —se delató—, y para el caso yo también.

—¿Por qué tanto alboroto por una investigación? —pregunté abriendo los brazos de par en par.

—Ah, ya veo —suspiró profundo—. ¿Continúas con aquella fantasía de las mujeres desaparecidas?

—Tengo pruebas, testimonios, lugares, testigos —alegué—; y aun así se niegan a escucharme, se niegan a publicar la que podría ser la noticia del año.

—Será mejor que lo olvides y te concentres en lo que te asignan —reviró sin importarle lo que acababa de esgrimir—, de otro modo te despedirán y no hallarás empleo en ninguna otra parte.

—Jamás creí que mi propia familia me amenazara.

—¿En serio crees que eso hago? ¡Intento protegerte! —vociferó.

—¿Protegerme de qué?, ¿acaso sabes algo que ignoro?

—El Tronador es el periódico más importante, y sé que tienes cualidades de sobra para convertirte en la mejor periodista de tu tiempo, por eso me asusta que tu espíritu indomable boicotee una carrera prometedora.

—No debes preocuparte.

—Eres mi sobrina, preocuparme por ti es parte de mi vida.

—Puedes estar seguro de que no te decepcionaré.

—¿Desistirás entonces de investigaciones paralelas? —preguntó en tono de resignación, conociendo de antemano la lapidaria respuesta.

—Puedes decirle a tu amigo que duerma sin frazada —contesté—, que no tengo intención de perder el empleo y estoy dispuesta a maniatar la voraz curiosidad que me consume en vida.

—Por qué será que no te creo.

—Soy una mujer sensible y tu desconfianza hiere mis sentimientos.

—Eres incorregible.

—No, soy una Barrow.

Luego de un desayuno agitado que desnudó las diferencias insalvables que me separaban de mi tiránico empleador, y más aun de sus burdos métodos disuasivos –por no decir coercitivos-, decliné la cortesía de acudir al parque en el auto familiar y me aventuré al transporte público donde esperaba tener tiempo y espacio suficiente para pensar cómo continuar una investigación que, pese a la algarabía por los avances prematuros, parecía haberse estancado al son de la desesperanza y la falta de evidencia necesaria para arribar a buen puerto.

Debía dar vuelta la página. Aunque mi mente estuviera en otra parte, a kilómetros de distancia, mi empleo dependía de la cobertura de una celebración que siempre dejaba mucha tela para cortar. Quizá se pregunten por qué eran tan importante el aniversario de un parque llamado Jacarandá, y la respuesta es que dicho parque fue inaugurado en el centenario de la independencia de la nación; y por eso era vital para los medios gráficos y radiales estar allí presentes, no solo para entrevistar a los oradores o ciudadanos con abolengo que rara vez se muestran en las calles sino, y sobre todo, porque la independencia creó una grieta sideral entre algunas de las familias más prominentes y hoy, a casi doscientos años de aquella epopeya, la enemistad estaba más latente que nunca; siempre dispuesta a agregar un nuevo capítulo a la novela.




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