Por fin se avistaba tierra.
Habían sido varios los días de viaje, más que suficientes como para que estuviera deseando bajar de aquel dichoso barco y pisar suelo firme de nuevo.
Ya a punto de desembarcar, la esbelta mujer se abría paso entre el personal del navío. Todos se giraban al verla pasar y le dedicaban una reverencia como muestra del respeto que le profesaban, a lo que ella respondía dirigiéndoles la más afable de sus sonrisas. Su atuendo no era demasiado ostentoso. Vestía la típica túnica blanca de ribetes dorados, representativa del cargo que ocupaba. Sobre ésta, una capa con amplio capuz se dejaba caer desde los hombros hasta los pies cuan alta era. La capucha, de un intenso azul que resaltaba y hacía juego con sus ojos del mismo color, tapaba su espesa cabellera oscura; aunque varios de los rizos se escapaban entre los pliegues de la tela.
Cuando la embarcación atracó ella se dirigió hacia el muelle con más apremio que calma. Allí, a pocos metros de distancia, le esperaba la Sacerdotisa de aquellos lares y gran amiga. La recibieron con los brazos abiertos, tanto ella y el hombre que la acompañaba, el más fiel de sus sacerdotes.
–Sé bienvenida Miara, Sacerdotisa del Este. ¿A qué se debe el placer de tan ansiada visita?
Se trataba de una mujer menuda y de estatura más bien baja, contrastando con la estilizada figura y esbeltez de Miara. Pero, a pesar de ello, poseía un aspecto sumamente grácil. Las claras prendas que vestía, casi níveas, destacaban el castaño de su corto cabello y una piel bien bronceada. Su voz, suave y agradable, sonaba también con un tinte de calidez que resultaba tranquilizador.
–Xusa, Hermana Sagrada. ¡Hace tanto desde la última vez que nos vimos!
Ambas Sacerdotisas se saludaban sin mutar un ápice la cálida sonrisa, dejando ver su mutuo y sincero afecto.
A pesar de las continuas cartas que las mantenían en contacto, habían pasado varios años desde la última vez que se hubieron reunido. A pesar de ello pareciera como si tan solo hubieran pasado un puñado de días.
La recién llegada dirigió entonces su atención, no con menos aprecio y simpatía, al acompañante de Xusa.
–Sénofe, ¡qué alegría verte también a ti! –dijo estrechándole la mano, que el hombre recibió con estima, inclinándose ante ella.
–Un verdadero placer tenerla con nosotros, mi Señora. Confío en que el viaje haya sido de su agrado.
La Sacerdotisa, por toda respuesta, hizo una mueca que dejaba ver lo poco grato del trayecto.
–Bueno… no por la profesionalidad de sus marineros, que han sido estupendos –aclaró–. Pero ya conocéis el poco agrado que siento hacia los viajes en barco.
–Por suerte ya acabó el mal trago –comentó con gracia el hombre, lo que les hizo reír.
Las dos mujeres subieron al carruaje con el que habían ido a buscar a la Sacerdotisa del Este. Despidiéndose de Sénofe, que al parecer tenía varios asuntos que atender por el puerto, el carro se encaminó hacia la amplísima y bulliciosa calle principal de la soleada Marena, capital del Sur.
–¿Cómo van las cosas por el Este? –inquirió Xusa con interés–. Ha llegado a mis oídos que tus dos jóvenes aprendices muestran gran empeño en las enseñanzas y tienen unas habilidades mágicas excepcionales.
–Pues estás bien informada. Ambos son grandes chicos y realmente prometedores en asuntos de magia –comentaba Miara, mientras la alegre curvatura de sus labios se exageraba, exponiendo el orgullo que sentía por sus dos pupilos–. En poco tiempo no habrá mucho más en lo que podamos ilustrarles.
Conversaron y observaron el paisaje que se dibujaba a su alrededor. La ciudad había cambiado bastante desde la última visita de la Sacerdotisa del Este, suscitando su curiosidad ante cada novedad que hallaba. Tras haber dejado atrás casi media Marena, Xusa pidió al cochero que se detuviera, pues preferían seguir a pie a partir de ahí. El hombre, con enorme respeto, trató de disuadirlas ya que el carruaje se había dispuesto para dejarlas en el Templo. Dijo, no sin razón, que el paseo era demasiado largo y llegarían agotadas. Una vez más la mujer declinó su empeño –mas lo agradeció– dedicándole una bonita sonrisa; poniendo como pretexto el maravilloso tiempo que hacía y el agradable ambiente. Dada la negativa el hombre tuvo que terminar cediendo y paró el faetón para que ambas Sacerdotisas bajaran.
Las dos mujeres iban agarradas del brazo, hablando sin pausa durante todo el camino mientras se ponían al día de sus últimas vivencias. Los saludos que les dedicaba cada uno de los ciudadanos con que se cruzaban, cálidos y sinceros, dejaban ver la alta estima en que tenían a la Señora del Sur, tanto, que incluso Miara pudo llegar a sentir tal afecto. El ambiente cortés y amable le recordaba a su querida Urdeón, su ciudad, donde también se respiraba esa paz y felicidad que en todo pueblo debía haber.
Anduvieron a paso ligero, mas cuando dejaron atrás los agitados callejones y se vieron a solas —ya junto al Templo del Sur— Miara cambió su inocua expresión. En total confidencia y secretismo se acercó a su Hermana.
–En cuanto a mi visita, me temo que traigo tan solo preocupaciones; pues lo que en el entorno aprecio, no es nada bueno.
El dulce rostro de la Sacerdotisa de Marena se tornó más sombrío, como si pareciera entender a la perfección lo que significaban las palabras de su buena amiga.
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Editado: 10.10.2024