No habría caminado más de seis o siete minutos cuando de nuevo escuchó algo, esta vez con mayor claridad. Juraría que se trataba de algo así como un estallido que provenía de la dirección contraria a la que él recorría, justo la que había dejado atrás hacía nada. Dirección en la cual sus compañeros le esperaban.
Maldición.
Sin perder un sólo instante reencaminó sus pasos en carrera, como si de esa forma pudiera llegar hasta sus amigos en no más de un par de zancadas.
Esta vez fue un grito lo que escuchó.
A medida que se acercaba al punto hacia el que corría, el vocerío, tanto conocido como desconocido, y las escalofriantes risotadas se sucedían con creciente nitidez.
Qué demonios estaría pasando.
Cada cosa que se le pasaba por la mente era peor que la anterior concebida. Resultaba inquietante entender cómo el agobio y la preocupación, así como las prisas por llegar cuanto antes a un sitio, parecían ralentizar el tiempo con intencionado ademán para incrementar la agonía y la premura que se pudieran tener.
Apretó los puños con fuerza y la mandíbula se le tensó más allá de lo físicamente posible, llegando incluso a causarle dolor, cuando de lejos pudo apreciar al fin la situación en la que se encontraban sus amigos.
Por su ropaje, parecía tratarse de Landro la persona que se hallaba tendida en el suelo. Se movía con enorme dificultad pues otro hombre tenía un pie sobre su pecho impidiéndoselo y apuntándole con lo que debía ser un arma de fuego. Observó entonces que uno de los extraños, uno muy corpulento, se acercaba hasta los otros tres. Les arrinconó con violencia y propinó una fortísima patada en el estómago a Sénofe como castigo a su intento de defender a Larissa y Maya. Los gritos de la pequeña, quien aterrorizada sujetaba con empeño a su tutora, retumbaron en sus oídos sacudiéndolos con violencia.
Ya había visto bastante. Les haría pagar por todo aquello.
Se lanzó sobre el hombre que momentos atrás había golpeado al que fuera Remediable de Marena, devolviéndole el gesto con la mayor de sus fuerzas y haciéndole caer con brusquedad a varios metros de distancia.
–¡Ren!
–Quédate ahí Maya –ordenó con sequedad a la más joven y alargando su brazo para impedir que se acercara.
Ésta no se opuso a su petición y volvió con Larissa, que ayudaba a Sénofe a levantarse, no sin dificultad.
–¿Quién demonios eres tú, niñato? –inquirió iracundo uno de ellos a medida que levantaba su arma contra él.
Pero no tuvo tiempo siquiera de pensar en dispararle.
La rapidez del muchacho era tal que antes de que cualquiera de los bandidos pudiera preverlo, ya estaba repartiendo puñetazos y patadas a diestro y siniestro. Pero, a pesar de su potencia y la increíble certeza de sus golpes, más allá de él mismo ninguno de sus compañeros poseía capacidad de lucha alguna. Y por lo que alcanzó a contar ellos conformaban un grupo más que numeroso como para mermarlo en cuanto decidieran aunar sus fuerzas. Además de, probablemente, los pocos reparos que tendrían esas personas en hacerles daño. Quedaba claro que si de entrada les habían atacado era porque no habría reticencia moral alguna en sus mentes para hacerlo.
Pero mientras pudiera aguantar lo haría. No tenía miedo a salir mal parado, nunca lo había tenido. Esa era la filosofía que su Maestro, el gran Kurumo, le hubo inculcado desde que no había sido más que un niño.
Haría honor a ello.
Y lo estaba haciendo cuando, en cuestión de segundos, las cosas dieron un giro inesperado. Un mal movimiento, una decisión equivocada, y pudieron hacerse con él.
Mientras hacía morder el polvo a uno de ellos, otro de los hombres al que también acababa de mandar contra el pedregoso suelo, alcanzó a cogerle de uno de los tobillos. Le provocó trastabillar lo suficiente como para perder la concentración y así dejarse atrapar los brazos entre otros dos que parecieron emerger de la nada. Tiraron de él con fuerza y le inmovilizaron, restándole toda oportunidad de zafarse del agarre. De súbito apareció, ante él, otro más de aquellos indeseables hombres. Comenzó a golpearle casi sin tregua hasta el punto de hacerle sangrar por la boca. Probablemente le acababan de romper el labio y alguna costilla. Ren puso todo su empeño en deshacerse de los que le asían y aguantar con entereza los puñetazos y latigazos que caían sobre él con saña, mas empezaba a notar que le faltaba la energía necesaria para volver las tornas a su favor.
Perdió la cuenta de las veces que le pegaron de todas las formas posibles que el cuerpo humano pueda hacerlo sin medios materiales. Pero lo que sí sabía era que le faltaba poco para perder el conocimiento. Y lo habría hecho de no escuchar, una vez más, los gritos de Maya.
Pudo levantar la cabeza y pudo ver cómo la pequeña lloraba y pataleaba en el aire cuando la arrancaron de los brazos de Larissa con la evidente intención de apartarlas. La mujer fue golpeada con tal empeño que cayó sobre la terrosa superficie. Arrastrándola sin piedad a tirones de pelo, que arrancaban de su boca agónicos y suplicantes sollozos que clamaban auxilio, lograron finalmente desprenderla de la pequeña. Le dieron un par de bofetadas para hacerla callar y entre dos de los hombres le bloquearon todo movimiento, uno agarrándole de las muñecas y otro posicionándose sobre ella.
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Editado: 10.10.2024