La sombra sobre las flores

Capítulo 36

El sábado por la mañana esperaba a varios metros del videoclub la llegada de Simón. Los clientes se amontonaban en distintos puntos de la vereda atentos a la apertura, charlando, apartados de la puerta para no parecer tan desesperados aunque algunos me habían localizado y miraban en mi dirección sin entender por qué no me acercaba y abría. A las diez Simón seguía sin llegar y, sin más disimulo, el resto volteó a verme. Pero yo no tenía llave.

Mi compañero apareció a las diez y cinco, sin su scooter, sin saludar a los clientes ni mediar disculpas. Abrió en silencio y las personas entraron detrás de él. Las luces se encendieron y, con la mochila todavía puesta, me apuré en poner el aire acondicionado en funcionamiento. La costumbre me llevó a ocuparme del televisor donde se pasaba el estreno de la semana y de la cartelería. Luego corrí a dejar mis cosas en el armario antes de acomodarme detrás del mostrador. En ese último lugar descubrí que Simón no hacía nada. Estaba sentado en el suelo, dejando su cabeza apenas por debajo del mueble, escondido de los clientes. Su cara estaba pálida y su mirada perdida hacia el frente.

Una persona se acercó con sus películas, lo que evitó que le preguntara qué le pasaba. Atendí a todos los que le siguieron, mirando de reojo a mi compañero, sin decir nada. Cuando la primera ola de clientes ansiosos por tener un estreno para su fin de semana mermó, decidí romper el silencio.

—¿Estás bien?

—Sí, no es nada, ya se me pasa —respondió con sequedad, molesto por mi interés.

Lo que sea que le sucedía estaba lejos de pasarse. Estaba blanco y respiraba con pesadez.

Seguí atendiendo a más clientes y, en cuanto despaché a otro grupo, empecé a ingresar las películas del buzón. Simón intentó pararse pero algo lo detuvo y volvió a sentarse. Parte de mí sabía que debía ignorarlo así como él lo hacía conmigo pero mi conciencia no me dejaba actuar de esa forma.

—¿Necesitas algo? ¿Quieres que vaya a comprarte una bebida?

Negó con la cabeza.

Seguí ingresando películas hasta que escuché sonidos de arcadas a mi lado. Simón vomitaba en el tacho de basura. Los sonidos y mi expresión de asco hicieron que los clientes detuvieran sus búsquedas y observaran con atención el mostrador.

—No pasa nada —dije dirigiéndome a todos.

Nadie me creyó pero nadie discutió, aunque tampoco disimularon no percatarse de lo que ocurría. Regresaron a sus películas con desconfianza y gestos de desagrado.

Después de vomitar, el color regresó al rostro de Simón.

—No le cuentes a nadie —pidió agitado—. Walter me mataría.

—Es mejor que te vayas a casa.

—No, prometí que esto no pasaría de nuevo.

Una persona se acercó al laberinto de cintas con películas en la mano y se me quedó mirando sin entrar en él. Le hice señas y, con mucha duda, hizo el recorrido hasta el mostrador. Al verme atendiendo con normalidad, un par más formaron fila. Cuando quedé liberado, miré con pena el tacho de basura.

—Mejor saco eso.

—No, yo lo hago.

—No puedes ni pararte.

No replicó y se dedicó a mirarme con culpa mientras me llevaba el tacho de basura al cuartito. Mi paso por la sala con el tacho hizo que varios giraran adivinando lo que llevaba. Aguantando la respiración y mirando hacia el techo, tiré el contenido por el inodoro, también el agua con que lo enjuagué. Al regresar, Simón seguía sentado en el suelo.

—¿Por qué eres bueno? —murmuró como quejándose.

—¿Está mal que sea bueno?

—Eres marica —remarcó.

—¿Y?

Miró el techo, su respiración se calmaba y mostraba más energía. Vomitar había aliviado su malestar.

Seguí atendiendo con Simón sentado a un costado. Al intentar terminar de ingresar las películas del buzón, mi compañero dedujo que no había clientes cerca del mostrador.

—¿Nunca probaste con una chica? —arrojó su pregunta de golpe.

Detuve mi tarea y lo observé asombrado. Casi podía imaginarme lo que Valentín respondería en mi lugar pero no me salía su ironía ni su sarcasmo.

—Me gusta lo que me gusta —afirmé volviendo a las películas

Rechazó mis palabras con un gesto de negación.

A pesar de saber que debía ignorarlo, me entristeció su reacción. Sin importar hacia donde mirara, en todas direcciones, en todas las personas, me encontraba con que no tenía un lugar para existir. Solo Valentín.

—¿Agredirías a alguien por ser gay?

Levantó la cabeza confundido y pensó un momento.

—¿Como los casos que salen en el noticiero?

Asentí.

—No soy un loco —respondió ofendido.

Volví a atender más clientes, la fila en el laberinto se extendió.

—¿Te ha pasado?

Titubeé un poco.

—Verbalmente, aunque creí que nos golpearían.

—¿Nos?

—A Valentín y a mí.

Hizo un nuevo intento por pararse, se apoyó en el mostrador y suspiró con fuerza antes de llamar a la siguiente persona. Luego de la extraña conversación trabajamos en silencio, como era habitual entre nosotros desde que se había enterado que era gay. Pero la tristeza no se me fue y me arrepentí de no haber mencionado que Valentín sí había sufrido agresión física, algo que Simón, en su momento, creyó lógico.

***

Al día siguiente, compartiendo el turno tarde con Valentín, le conté de la charla con Simón. A medida que pasaban los clientes, entre murmullos y disimulando palabras, fui narrando el curioso suceso. Él frunció el ceño al oírme.

—No puedo creer que limpiaras su vómito pero así eres tú —terminó la frase con una media sonrisa.

Esperé a darle el cambio a un cliente para responder.

—Sí, un cabeza dura. Tendría que aprender a ser mala gente como ellos son con nosotros.

Otra persona se arrimó al mostrador, Valentín, de su lado, embolsó las películas de una pareja que se cuchicheaban frases de cariño.



#18905 en Novela romántica

En el texto hay: drama, gay, boyslove

Editado: 11.11.2024

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