La sonrisa del abismo

El Teatro del silencio

El reloj marcaba las cinco de la mañana cuando Edward Hayes abrió los ojos, aún con la sensación de haber estado despierto toda la noche. La lluvia golpeaba las ventanas de su apartamento con insistencia, como si Londres estuviera tratando de advertirle de algo. El aire era denso, cargado de humedad y silencio. El tipo de silencio que no descansa, que no deja respirar. Desde que apareció la última nota, su mente no encontraba paz.

Sobre la mesa de su comedor, entre tazas de café sin terminar y papeles garabateados, reposaba la tarjeta de Eric. No había sangre esta vez, ni flores podridas como en las anteriores. Sólo letras recortadas con precisión quirúrgica, formando una frase sencilla, casi burlona: “¿Estás listo para tu papel, Edward?” A su lado, una pequeña pluma negra, fina como una hebra de cabello, que parecía colocada allí con deliberación, como la firma de un autor que se deleita con su obra.

Edward la había examinado durante horas. Había algo en la textura del papel, en la forma en que las letras estaban pegadas, que le hablaba directamente. No al inspector de policía, sino al hombre, al hijo del difunto Charles Hayes. Y ese era el detalle que más le inquietaba.

En la comisaría, la actividad había estallado como una colmena. Las últimas muertes habían puesto al cuerpo bajo presión política, mediática y emocional. Nadie dormía lo suficiente. Nadie hablaba sin urgencia. Pero Edward se movía en silencio, como si caminara sobre cristales rotos. Lo sabían: Eric estaba obsesionado con él. Y él, en el fondo, lo estaba con Eric.

El hallazgo del último cadáver, el viejo utilero de teatro, había cambiado las reglas del juego. La víctima no tenía conexiones directas con los demás asesinados. No era político, ni abogado, ni miembro de la élite. Sólo un hombre mayor que había trabajado en un teatro abandonado hacía décadas. Pero en su pecho, tallado con una delicadeza siniestra, estaban las palabras “LA OBRA COMIENZA PRONTO”. Y bajo sus pies, un boleto antiguo del Royal Phoenix Theatre, fechado veinticinco años atrás.

Edward condujo hasta el lugar con la sensación de estar descendiendo a un pozo. El teatro se alzaba al final de una calle olvidada del East End, flanqueado por edificios vencidos por el tiempo y la humedad. Su fachada, aunque erosionada, conservaba la majestuosidad de antaño: columnas de mármol ennegrecido, faroles rotos que alguna vez iluminaron multitudes, y un cartel descolorido colgando como un último suspiro.

Empujó las puertas sin esperar refuerzos. Sabía que Eric no estaría allí. No aún. Si algo había aprendido de él, era que nunca dejaba cabos sueltos. Ni testigos. La entrada crujió como un lamento. Dentro, la oscuridad era densa, casi tangible. La linterna de Edward atravesó la negrura para revelar lo que una vez fue un templo del arte. El telón principal colgaba rasgado, como un cadáver suspendido. Los asientos estaban cubiertos de polvo, las butacas carcomidas por el moho. Pero lo que más le impactó fue el silencio. No un silencio cualquiera, sino uno reverencial. Como si el lugar aún recordara las ovaciones, los aplausos, los suspiros.

Avanzó hasta el escenario. Allí, en el centro exacto, descansaba un espejo antiguo, intacto. Su marco era dorado, barroco, cubierto de pequeñas máscaras talladas. Al acercarse, Edward vio su reflejo distorsionado por la suciedad del cristal. No era él quien lo miraba, pensó por un instante. Era alguien más, alguien que llevaba su rostro, pero no su esencia.

Tallada en la madera, había una frase:

“Mira bien al actor que eres. ¿A quién representas?”

Sus dedos rozaron la inscripción con un escalofrío. En el borde inferior del espejo, alguien había deslizado un sobre sellado con cera negra. Lo abrió. Dentro, una hoja doblada con precisión militar. Una sola línea escrita a mano, esta vez sin letras recortadas:

“Primer acto. El pasado no perdona. Pregunta a tu padre.”

Edward se quedó quieto, sintiendo cómo el mundo se deshacía un poco a su alrededor. Su padre. Charles Hayes. Inspector, héroe, mártir. O al menos eso siempre le habían dicho. Pero esa nota era una herida abierta. Su padre había muerto cuando él tenía ocho años, y los informes oficiales hablaban de una emboscada durante una redada. Nada más. Sin embargo, ahora entendía que esa muerte no era un final... sino un inicio.

Regresó a la comisaría con una determinación gélida. Pasó las siguientes horas revisando archivos sellados, cajas cubiertas de polvo y casos olvidados por todos excepto por los fantasmas que aún rondaban los pasillos. Finalmente, en una sección restringida, encontró lo que buscaba: un expediente etiquetado con un número y una palabra tachada con marcador rojo.

Caso 287-G. Lonsdale, Eric.

Lo abrió con las manos temblorosas. Fotografías antiguas, notas de interrogatorio, informes médicos. Eric había sido arrestado hacía veintiséis años por el asesinato de cinco personas. Su modus operandi ya era teatral: máscaras, mensajes crípticos, escenificaciones macabras. Charles Hayes fue el detective principal en aquel caso. Según el informe final, Eric escapó durante el traslado a prisión. Desapareció sin dejar rastro. El caso fue sellado. El cuerpo de Charles fue encontrado semanas después, ahogado en el río Támesis, con signos de tortura.

Edward no pudo contener la náusea. Lo habían mentido toda su vida. Su padre no murió como un héroe en una redada. Murió como una víctima más en la obra retorcida de Eric Lonsdale.

-¿Por qué ahora? -susurró, apretando el expediente contra su pecho- .¿Por qué volver después de tantos años?

Como si respondiera, el teléfono de su escritorio vibró. Un mensaje sin remitente. Una imagen. El escenario del Royal Phoenix. Una figura borrosa en el centro. Vestida de negro, con una máscara blanca que sonreía demasiado.

El mensaje era breve:

“Segundo acto. El telón sube mañana.”

El teatro. Su padre. Eric. Todo estaba conectado. Y Edward lo entendió entonces: no estaba investigando un caso. Estaba atrapado en una obra. Una tragedia cuidadosamente escrita hace más de dos décadas. Su papel ya había sido asignado. Y ahora, era su turno de decidir cómo se desarrollaría el acto final.




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