Simple. Esa era la mejor palabra que, según la propia Spencer, la definía. Cuanto más tiempo transcurría ante el espejo, más lo pensaba. Sus ojos marrón chocolate y su melena oscura no contribuían a que cambiase de opinión.
Aquella mañana vestía un elegante uniforme azul marino. De chaqueta y falda. Sus pies lucían unos zapatos de cuero —los más baratos del mercado—, acompañados de unas calcetas blancas. No localizaba palabras, ni lo suficientemente buenas ni convincentes, para justificar lo que odiaba aquel atuendo.
Se sentía aprisionada y, sin embargo, estaba obligada a fingir una sonrisa.
—¡Estás maravillosa! —exclamaba rebosante de felicidad su madre.
En una hora comenzaba las clases en el famoso instituto Richroses, el más caro de Londres. Sus padres estaban eufóricos al ver a su hija vestida con el uniforme de una escuela de prestigio. El precio de la matrícula de aquel centro privado era inalcanzable para la gente de clase baja –o media–, como era el caso de la familia Turpin. No obstante, Spencer fue admitida gracias a la beca que obtuvo por sus brillantes calificaciones en su anterior centro.
Desde que era niña, había tratado de complacer los codiciosos deseos de sus padres. No estudiaba por placer, más bien lo detestaba. Para ella no existía en el mundo actividad más soporífera. Pero no podía oponerse a sus padres y sus deseos. Al igual que no pudo rechazar la plaza en Richroses, pues en el fondo sabía que se trataba de una gran oportunidad para ella.
—Vete ya, o perderás el autobús —dijo su padre ojeando su reloj de muñeca, a la par que pasaba la página del periódico que tenía entre sus manos.
—Sí.
—¡Espera! —retuvo su madre—. ¿Piensas ir así?
Spencer frunció el ceño, ¿cómo que así? Buscó algún tizne en aquel impecable traje, pero no había rastro.
—¿Qué pasa? —preguntó sin borrar aquella expresión dubitativa.
—Pues que no te has recogido el pelo —indicó—. Ven, cielo. Te voy a peinar.
En pocos segundos su madre, Barbara, le hizo una coleta alta, la cual quiso adornar con un lazo blanco, pero Spencer lo impidió. Su flequillo ligeramente cortado hacía un lado le favorecía junto a aquel recogido de melena. Al igual que estudiar, tampoco sentía mucho afán por llevar el cabello arreglado; le bastaba con cepillárselo y llevarlo suelto. Libre.
—¿Y qué más da si llevo el pelo sin recoger?
—¿No te das cuenta de lo guapa que estás cuando se te ve bien la cara y no la ocultas bajo toda esa melena? —respondió con otra cuestión—. Además, tienes que dar buena imagen, sobretodo en tu primer día.
Las apariencias eran algo que siempre les había importado a sus padres. Ellos lo negaban cuando salía el tema, pero lo cierto es que siempre estaban atentos al qué dirán.
Se puso en pie y, tras despedirse de las miradas entusiastas de Barbara y Richard, partió hacia su nueva escuela.
No existía un autobús escolar para Richroses, algo que la sorprendió cuando supo de ello. En su anterior instituto, había cientos de autobuses y los alumnos siempre tenían que arremeter los unos con los otros para adquirir asiento. Por tanto, para llegar a aquel centro privado, tenía que subir en el autobús local –ya que su destino era próximo a él–, y lo que más odiaba: renunciar a más horas de sueño.
Al bajar del transporte, tuvo que caminar dos calles. Llevaba colgada su cartera, la cual su madre quería cambiar por uno de esos maletines que acostumbraba a llevar la gente de negocios, cosa que no consintió. Le gustaba su cartera, aunque no fuera especialmente bonita ni de la mejor calidad. Seguramente su tela era sintética y a veces la cinta le hacía roce en el cuello cuando llevaba mucho peso. No obstante, llevaba utilizándola desde hacía tres años y era un recuerdo directo de la escuela pública y de sus amigos.
Cuando dobló la esquina y vio su destino agrandándose conforme se aproximaba, sus pies dejaron de obedecer, dado que era uno de los edificios más grandes que había visto jamás. Había visto fotografías, pero en persona era mucho más fascinante. Resultaba abrumador. La reja de la entrada parecía proteger una suntuosa mansión —aunque no dudaba de los lujos del centro— y recordaba ligeramente a la época del romanticismo. Parecía un ostentoso palacio ligeramente reducido.
En la entrada al recinto se aglomeraban montones de coches. Todos ellos eran de grandes marcas. Pudo distinguir entre ellas: Lamborghini, Bugatti, Roll–Royce... ¡Incluso divisó una limusina! Aquello era otro mundo: El mundo de la élite.
Después de aguardar durante unos instantes, puso sus pies en marcha. A cada paso que daba, podía apreciar como todo su cuerpo se tensaba a causa de los nervios, los cuales afloraban cada vez más. Las chicas lucían sus faldas en corto, mucho más de lo normal y Spencer se sintió estúpida al comprobar con cierto horror como ella era la única que vestía la falda hasta las rodillas.
Al ser nueva en aquel lugar, tuvo que perder el tiempo buscando donde estaba la secretaría y poder documentarse del paradero de su aula. Lo cual acabo siendo una pesadilla. El instituto estaba formado por dos edificios unidos por varios puentes. Uno era donde se impartía las clases deportivas y algunas optativas, y el otro donde estaban las aulas. Estuvo más de cinco minutos dando vueltas faltas de orientación. Apenas quedaba tiempo para que la sirena sonara y seguía allí perdida.
—Desde luego, Spencer, no estás siendo muy lista —se dijo en un murmullo.
En el segundo piso, a lo largo del pasillo, apreció una alta figura apoyada en el marco de uno de los ventanales. En los pocos minutos que estuvo allí pudo observar a diferentes personas, chicos y chicas, que destilaban elegancia y finura por todos sus poros. No obstante, aquella efigie, que se agrandaba cuanto más se acercaba, era diferente. Era sumamente distinguida y, además, poseía un estilo único.