La sonrisa del Diablo

Capítulo 03: Pabellón de natación

Pabellón de natación

 

Bruce Rimes se despertó arropado por la suavidad de sus sábanas de seda y tumbado en su mullido colchón, paseó la vista por las blancas paredes de su habitación. Era un espacio muy amplio y ostentoso. Dormía en una gran cama matrimonial, donde podía abrir sus brazos y piernas sin que salieran por ninguno de los lados. En una esquina había un hermoso piano de cola y a su lado una serie de estanterías repletas de libros. A pesar de estar adornada con varios elementos, al igual que disponía de varios armarios y cómodas, era de tal magnitud que daba la sensación de estar prácticamente desierta.

Se irguió bostezando y fue al baño que estaba conectado a su cuarto, también de buenas dimensiones. Nunca usaba pijama para dormir, por lo que andaba en ropa interior. Se dio una ducha rápida y, tras haber secado su figura, se vistió con el uniforme de su instituto. Los trajes le sentaban como anillo al dedo, siempre se lo decía cuando se observaba en el espejo de cuerpo entero de su habitación. Su mentalidad narcisista no le permitía pensar otra cosa.

Al bajar las escaleras, le esperaba el desayuno: un té con leche, unas tostadas con tomate y aceite y un zumo de naranja. No le gustaban los desayunos suculentos, mucho menos los ingleses con huevos fritos y alubias. Él siempre decía que prefería la dieta mediterránea. Las bebidas como el té o el café, siempre las tomaba sin azúcar. No le gustaban los dulces y siempre afirmaba que aquel añadido distorsionaba el amargor natural de dichos líquidos.

Mientras masticaba el pan, recorrió con la mirada la mesa del comedor. Todos los espacios estaban vacíos. De nuevo estaba solo, con la única compañía de Dana, el ama de llaves, que se encontraba revisando una agenda de tareas a unos metros de él.

—¿Mi madre aún no se ha levantado?

—No, joven señor. Me temo que su madre pasó una mala noche y está descansando un poco más.

Dana siempre le hablaba con cariño, algo que odiaba. Sentía que pasaba toda su vida sintiendo pena por él y detestaba inducir esa sensación en la gente. Sin embargo, no puedo evitar soltar un suspiro apenado ante la respuesta de la mujer.

Tras saciar su hambre, cogió su cartera y se contempló frente al espejo del recibidor. Formaba parte de su ritual por las mañanas decirse lo perfecto que era, cuanto se cuidaba y lo buen estudiante que estaba siendo –en lo que a calificaciones se refería.

Al salir de la mansión, le esperaba un largo camino de baldosas de piedra hasta llegar a la calle, desde donde se podía apreciar el enorme jardín de su madre. Una limusina negra le esperaba todas las mañanas en la entrada del recinto. Podrían recogerlo directamente en la puerta de su casa y así ahorrarse su paseo hasta las verjas de entrada, pero le gustaban esos minutos caminando entre la vegetación que tanto adoraba su progenitora.

Cuando llegó, su chófer, Sebastian, le abrió la puerta del automóvil y en absoluto silencio le llevaba a sus clases. Sabía que, a primera hora, el joven Rimes nunca tenía ganas de hablar. Siempre llegaba a la escuela antes que el resto de la gente. Era muy obsesivo cuando se trataba de puntualidad. Paseaba por el instituto como si fuera de su propiedad, aunque, técnicamente, lo era.

Subió hasta su planta y vislumbró el aula que estaba a una distancia de escasos metros de la suya: la de aquella insolente. Como si una fuerza superior estuviera manejándole a su antojo, se aproximó hacia la sala, asomándose una vez allí por la pequeña ventana de la puerta. Repentinamente, una presencia a su lado le obligó a girarse, se trataba de Emma Miller.

Miller era una persona callada. Nunca hablaba con nadie ni mostraba especial interés en hacerlo. No tenía casi amigos. Llevaba su oscuro pelo muy corto, de un modo moderno y personal, algunos mechones caían por su frente y sienes, decorando así su rostro ovalado. Sus ojos eran de una negrura que provocaba vértigo, recordando a dos pozos sin fondo. Su piel albaricoque, tersa y suave, era como un suave caramelo.

Bruce sonrió con malicia cuando la vio. Supo que ella quería pasar por la puerta que él estaba obstruyendo en el mismo instante en que se dio cuenta de que estaba allí plantada. Por esta razón, no se movió ni un centímetro de donde estaba.

La chica no le recriminó nada. Más bien ni se molestó en dirigirle la palabra. Bruce entendió esto como algo positivo. Pensaba que lo respetaba lo suficiente como para no quejarse ante su molesto comportamiento. Llegó incluso a regocijarse con este pensamiento. Sin embargo, para su equivocación y pesar, la chica entreabrió sus carnosos y gruesos labios para hablar.

—¿Se te han pegado los pies al suelo? —cuestionó, pero no esperó a que respondiera. Le dio un codazo, apartándolo así de la puerta.

—Eh, cuidado con tus modales, señorita —reprochó rascándose el brazo.

Ella se giró para hablarle con las mismas ganas que se habla a la pared, sin mostrar ningún tipo de expresión.

—Ve a molestar a tu juguetito, creo que acaba de llegar.

Sabía a quién se refería con aquello de 'juguetito'. Y ciertamente, no tenía ganas de molestarla; esta vez quería atormentarla de verdad. Que le entrase a esa pobretona en la cabeza la situación en la que se encontraba. Habitualmente, la gente que entraba gracias a las becas no duraba ni tres días. Con un día de presión del pelirrojo se rendían y abandonaban.

No era necesario siquiera llegar a extremos violentos.

Quizá había sido más blando de lo normal y por ello no lo tomaba en serio. O quizá el resto no estaba haciendo bien su parte. No lo escudaba en que se tratara de una chica, para él era nimia la diferencia entre hombre y mujer si se trataba de gente del montón. Pero ya estaba decidido, se encargaría de hacer de la estancia de aquella indigna un averno.

Tampoco iba a negar que no fuera entretenido importunarla, su cara era realmente graciosa y, cuando lo miró el día anterior en el comedor, con esos ojos de súplica, se sintió más vivo que nunca... Hasta que le derramó el vino.




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