Una tonta enamorada
Tardó unos segundos en reaccionar; en pensar detenidamente lo que le acababa de decir Emma. No era que la chica que había ingresado en su clase fuera la exnovia de Bruce lo que le preocupaba, sino que ella ignoraba por completo que él hubiera tenido alguna relación seria con anterioridad. Ni tampoco lo hubiera imaginado viendo el ser retorcido que era antes de que ablandara su corazón.
Aunque, en un momento, a su cerebro acudió el recuerdo de la fotografía que vio en la cartera de Bruce hacía ya más de un mes. Era la misma chica, estaba segura.
Fue en busca del pelirrojo, ya que habían quedado para almorzar. No sabía si debía informarle de la llegada de la nueva estudiante o por el contrario omitir aquel detalle como si fuera una pesadilla. De todas formas, se trataba de su ex y aquello no debería significar más que aquella palabra. Es más, quizá ya estaba enterado.
Lo encontró en la entrada de su aula, apoyado en el marco de la puerta de brazos cruzados y dando pequeños golpecitos con la punta de su zapato de cuero. Al verla, las comisuras de sus labios se inclinaron hacia arriba.
—¿Cafetería o fuera?
Le devolvió la sonrisa.
—En el césped. Sabes que me gusta eso.
—Estoy harto de comer tus fiambreras y bocadillos.
—No te pongas impertinente. Tenemos un trato.
Y así era, ella preparaba un almuerzo también para él, y éste la invitaba a comer. Normalmente horneaba esos bizcochos que tanto le gustaban cocinar –aunque el pelirrojo no fuera muy de dulces− o, en su defecto, experimentaba con el relleno de los bocadillos y realizaba extrañas mezclas que resultaban tener un sabor exitoso. Su pareja siempre emitía quejidos, aunque no dejaba ni rastro de lo que le preparaba. Lo cierto era que le gustaba más de lo que quería admitir, pero no quería que pensara que su exquisito paladar se estaba acostumbrando al sabor de la clase media.
Se sentaron en una zona del césped que tenía un hueco con sombra, aprovechando también que hacía sol. Rimes siempre se ponía una pequeña tela donde se sentaba para no manchar su impecable traje, algo que a Spencer le resultaba bastante chistoso. Los jardines del Richroses siempre habían sido algo precioso y le encantaba sentarse allí.
—Bien, ¿qué has traído hoy?
—Hoy... ¡Buñuelos!
—Bu- ¿Qué?
—Algo muy rico. Anda, coge uno y no te quejes.
Comenzaron a almorzar en silencio y a hablar de las clases, de las ocurrencias de Barbara, la madre de la castaña, y acerca de las cartas de Clarice, la anti-teléfonos. Todo iba sobre ruedas, salvo algunos momentos en los que Spencer se evadía pensando acerca de la llegada de la nueva estudiante y en qué pasaría si se encontrara con Bruce.
—¿Qué te ocurre? —Quiso saber el muchacho al observar su mirada perdida y el silencio que se había producido en el ambiente.
Ella pegó un brinco antes de posar su vista en él.
—No, nada. Estaba pensando en... —No terminó de enunciar la excusa que estaba inventando su mente, pues divisó a Jones a lo lejos, detrás del joven, pero lo suficientemente cerca como para identificarla exitosamente.
Agarró el cuello de la camisa del muchacho, acercándoselo en un basto impulso para que chocaran sus labios, logrando un beso de una intensidad inmensa. Él mantenía los ojos cerrados y ella los abría de vez en cuando para apreciar si continuaba la chica allí o se había marchado. Cuando pudo ver que estaba lo suficientemente alejada de ellos como para no captar su presencia, liberó los labios de Bruce.
—Vaya... —murmuró el joven con cierto rubor propiciado por el beso impulsivo de Spencer—. Qué sorpresa.
Agachó la cabeza con cierta timidez por el acto impetuoso que acababa de cometer. Tampoco estaba segura de si estaba bien reaccionar así. Estaba tratando de impedir algo que tarde o temprano acabaría sucediendo.
—Yo también puedo dejarme llevar en ocasiones —alegó hundiendo las manos en la hierba que había bajo ella.
Él pasó el brazo por sus hombros, rodeándola.
—Lo sé. Lo he notado en tus experimentos gastronómicos. —Ella esbozo una pequeña sonrisa que se quedó a medias—. Y eso me gusta.
—¿Sabes qué? —Fijó la atención en ella—. Hace seis meses las cosas eran muy diferentes. Lo eran hasta hace muy poco.
—Hace seis meses esto era impensable para mí. —Aquellas palabras oprimieron el corazón de Spencer, mas rememoró en su cabeza los horribles momentos que vivió, ocasionados todos ellos por la persona a la que acababa de besar.
*
Todas las atenciones en el aula recaían sobre la nueva estudiante de piel y cabellos de muñeca. Todos los hombres se ofrecían a prestarle ayuda con los deberes para que se pusiera al día de lo estudiado en clase, algunos incluso le daban sus trabajos para que los copiara directamente como si de ofrendas se trataran. Ella les devolvía el favor con una cálida sonrisa. Incluso Dalia se acercó a hablar con ella un rato y, en la abierta sonrisa de su amiga, se vio a sí misma apartada y sola.
Poco tiempo después, en el que consiguió distraerse de esos deprimentes pensamientos, Parker y Dalia intercambiaron miradas cómplices. Ambos sabían lo que se le pasaba por la cabeza al otro y, en primera instancia, Spencer no debía de saberlo todavía. No obstante, ambos apreciaron la sonrisa de regocijo que tenía dibujada Miller en el rostro mientras observaba la situación y como en el rostro de Spencer había una expresión de angustia mal disimulada. No hacía falta ser Sherlock Holmes para dictaminar lo que pasaba.
Ambos se acercaron al pupitre de su amiga.
—Pen, ¿estás bien? —Comenzó a hablar la rubia con una palpable intranquilidad. Se obligó a sonreír para no emitir malas vibraciones—. Se te ve preocupada.
Spencer les miró directamente a los ojos y, antes de hablar, tragó saliva para que no sonara su voz ni arisca ni alarmada.