Con el corazón desbocado, latiendo con furia en su pecho, Emilia siguió corriendo, tratando de alejarse lo más posible de aquel lunático. Cuando por fin se atrevió a mirar atrás y vio que nadie la seguía, se detuvo por un momento, jadeante. Miró en derredor para ver a dónde estaba y descubrió que instintivamente había corrido hacia la parada del autobús. Caminó media cuadra más y se paró a esperar en la parada. El cartel luminoso anunciaba que el siguiente autobús llegaría en tres minutos. Tres minutos. Solo tres minutos y estaría a salvo, entre extraños, pero a salvo. Con la respiración entrecortada, apretando su teléfono en la mano, contó los segundos. Tres minutos. Estaba muy asustada y tuvo que luchar denodadamente por no largarse a llorar allí mismo. Tres minutos. Parecía mentira que tres minutos tardaran toda una eternidad en pasar.
Suspiró con alivio al ver al autobús en la lejanía. Solo unos segundos más, solo un poco más… Y como si el destino se hubiese ensañado con ella, en aquellos últimos segundos, un automóvil negro sobrepasó al autobús a toda velocidad y frenó delante de ella. Cuatro hombres armados con ametralladoras, vestidos de negro con pasamontañas que ocultaban su identidad, se bajaron del coche y se abalanzaron sobre ella. A pesar del susto, ella atinó a salir corriendo. Escuchó disparos tras de sí, pero siguió corriendo sin parar. Los hombres decidieron volver al automóvil y perseguirla en coche. Eso le dio tiempo a Emilia a meterse por callejones angostos, tratando de refugiarse entre las sombras. Cuando la adrenalina se agotó de su cuerpo, Emilia sintió un calor extraño y una pesadez en su pierna izquierda. Se pasó la mano por el pantalón y notó que estaba húmedo. Al ver que era sangre, se derrumbó, temblando. Una de las balas había herido su pierna. Llorando, desesperada, se acurrucó como mejor pudo en la entrada de una casa, tratando de ocultarse de sus perseguidores.
—Mi oferta sigue en pie— dijo una voz a su lado.
Ella levantó la vista y vio al caballero medieval parado junto a ella. Solo estaba allí de pie con su túnica blanca, salido de la nada como un ángel salvador.
—Ayúdeme, por favor— gimió ella entre sollozos.
—Con gusto— dijo él, y tomándola en brazos, la llevó hasta su coche, estacionado a la vuelta de la esquina.
Lug condujo por varios minutos, vigilando los espejos retrovisores: nadie los seguía.
—Parece que los perdimos— murmuró Lug, pero ella no lo oyó, pues estaba demasiado ocupada llorando y apretando su pierna.
Lug tomó un camino secundario y se internó en los suburbios.
—Mi pierna… duele mucho…— sollozó ella.
Él detuvo el coche de inmediato y apoyó la mano sobre la herida de ella:
—Cierra los ojos— le pidió.
—¿Qué?
—Tranquila, estarás bien, lo prometo— le sonrió él, tratando de calmarla—. Cierra los ojos.
Cuando ella lo hizo, Lug apoyó un dedo en su frente y Emilia perdió la conciencia.
Cuando despertó, se encontró acostada en una tibia cama en una habitación pintada con colores pasteles. A su derecha, la luz del sol entraba por una ventana. ¿Cuánto tiempo había perdido esta vez? Con cuidado, trató de sentarse en la cama y descubrió que la pierna no le dolía. Seguramente le habían dado analgésicos. Respiró hondo, tomó coraje y corrió las sábanas para ver la herida. Esperaba ver una venda, pero no había venda alguna. Tentativamente, pasó la mano por el lugar de la herida: no había marca alguna. Observó más de cerca su pierna: nada. ¿Cómo…? Ah, sí, con el shock del disparo y el dolor, tal vez se había confundido y la herida estaba en la otra pierna. Pero su pierna derecha estaba tan sana y sin marcas como la izquierda. ¿Lo había soñado todo?
Emilia se puso de pie lentamente y dio unos pasos tentativos. No, definitivamente no había dolor. Comenzó a pensar que todo lo que había pasado la noche anterior era una alucinación, una pesadilla vívida, nada más. Pero entonces, vio su pantalón colgado en una silla a su izquierda. Le habían lavado la sangre, pero el agujero de la bala seguía allí, testigo de que lo que había vivido no era un sueño. Emilia se puso el pantalón. Estaba sana, pero eso no significaba que estuviera a salvo, así que decidió evaluar su situación. Fue hasta la ventana y espió hacia afuera. Al parecer, estaba en un barrio de los suburbios, con casas con jardines amplios y bien arreglados. A juzgar por la altura del sol, debía ser media mañana. Luego fue hasta la puerta de su habitación y probó el picaporte. Se sorprendió al encontrarse con que no estaba cerrada con llave: no era una prisionera en la casa. Abrió la puerta sigilosamente y escuchó voces que discutían en otra habitación. Permaneció allí, oculta, escuchando:
—¿Así es como pretendes reclutarla?— se escuchó la exasperada voz de una mujer.
—No la forcé— se escudó otra voz que Emilia reconoció como la de Lug.
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Editado: 14.10.2019