Caminando por innumerables pasillos y traspasando puertas con cerrojos electrónicos que sólo se abrían al reconocer la huella digital del coronel, los tres se fueron adentrando hasta el corazón mismo del complejo. Pasaron varios laboratorios de distintas clases, todos vacíos porque era domingo, hasta que llegaron a una puerta gruesa de acero reforzado. Para abrirla, fue necesario que el coronel tipiara un código especial que era cambiado a diario: estaban entrando en una zona de máxima seguridad.
Del otro lado de la puerta, se encontraron con un pasillo largo y recto, flanqueado por celdas cuadradas de vidrio sumamente reforzado, de unos tres metros de lado. Cada celda estaba amueblada solo con un camastro y un lavabo abierto. Pasaron varias de esas celdas vacías, y cuando estuvieron casi a la mitad del largo corredor, el coronel alzó a su hijo de repente y le sostuvo la cabeza contra su hombro izquierdo para que no viera a un hombre enrollado sobre sí mismo en el piso de una de las celdas. Este no era el prisionero que habían venido a ver. Siguieron caminando, y al llegar a la última celda, el coronel bajó a su hijo al piso y lo animó con un gesto de cabeza para que se asomara a ver por la enorme puerta de vidrio.
Al ver a la criatura acurrucada en un rincón de la celda, Mateo se quedó petrificado de estupefacción. Sus labios se entreabrieron asombrados, y tardó varios minutos en poder articular en un susurro:
—Papá… ¿Tú la ves? ¿Realmente la ves?
—Esta vez sí la veo, Maty.
Mateo reaccionó abrazando a su padre con fuerza, con los ojos llenos de lágrimas. Desde los tres años, Mateo había tenido episodios de comportamiento extraño. Sucedían cuando estaba jugando en el jardín. Tanto su padre como su madre lo habían visto abandonar sus juguetes sobre el césped para quedarse parado en una especie de trance, mirando al vacío, sonriendo. A veces, parecía dialogar con algo o con alguien, pero nunca había nada allí. Cuando le preguntaban con quién había estado hablando, él siempre respondía lo mismo: con las hadas. A su padre no le convencía esa explicación y siempre lo llamaba mentiroso y le decía que era un niño malo. Cuando él insistía en que estaba diciendo la verdad, su padre lo abofeteaba con fuerza y lo arrastraba llorando adentro de la casa. Con el tiempo, Mateo había aprendido a ser cuidadoso, a hablar con las hadas en secreto, a negar su existencia delante de sus padres. Pero ahora, su padre mismo lo había traído a este lugar a escondidas para mostrarle lo que tanto había negado: tras el grueso vidrio de la celda, una criatura delicada y femenina, como una niña con alas, levantó la vista hacia ellos. Un hada. Mateo estaba feliz, feliz de que su padre por fin pudiera verlas, tal como él en el jardín, feliz de poder probarle que no mentía, que no era un niño malo.
Mateo observó al hada y notó enseguida que algo estaba mal. Su rostro estaba serio y su mirada era triste. Se acurrucaba contra la pared como si tuviera frío, o miedo… Y sus alas… sus alas parecían hojas marchitas y amarronadas.
—¿Qué le pasa, papá? ¿Por qué la tienen encerrada en esta sala de vidrio?— preguntó el inocente Mateo.
—Creemos que no está bien— explicó su padre—. La hemos puesto aquí para protegerla.
—¿Protegerla de qué?
—Maty, hay mucha gente mala en el mundo, gente que podría lastimarla. Mientras esté aquí, nadie podrá hacerle daño.
Mateo asintió, sin dudar de las palabras de su padre.
—Maty…— comenzó el coronel—. ¿Te gustaría verla más de cerca? ¿Te gustaría hablar con ella?
—¿Puedo, papá?— preguntó el niño con la mirada expectante.
—Claro, por supuesto.
—No creo que eso sea prudente— protestó el sargento por lo bajo. El coronel le echó una mirada tan cargada de hostilidad, que el sargento se llamó a silencio de inmediato.
El coronel tipió otro código en el panel junto a la puerta de la celda de vidrio y esta se abrió con un suave silbido.
—Ve, hijo, ve con ella— animó al niño, empujándolo con una mano sobre su espalda—. Habla con ella como lo haces con las hadas del jardín. Pregúntale de dónde viene y qué hace aquí. Pregúntale cuáles son sus poderes y sus intenciones— lo instruyó su padre.
Mateo avanzó hacia la criatura con paso incierto. Su padre cerró la puerta, dejándolo encerrado junto con ella.
—¿Cree que le hablará?— inquirió el sargento.
—No mientras estemos aquí parados— respondió el coronel—. Vamos, dejémosles pensar que están solos— agregó, haciendo un gesto con la mano que invitaba al sargento a seguirlo.
Los dos militares avanzaron hasta una puerta metálica al final del pasillo. El coronel la abrió y los dos entraron a una habitación sin ventanas, con las paredes cubiertas por monitores. Ambos observaron con atención el monitor que mostraba a la criatura y al niño.
—Sonido— pidió el coronel.
#857 en Fantasía
#544 en Personajes sobrenaturales
#1297 en Otros
#65 en Aventura
Editado: 14.10.2019