El segundo gran encontronazo que Augusto tuvo con Lyanna fue con el tema del reclutamiento. Esta vez, Augusto tenía el total apoyo de Polansky para su proyecto, y pensó que Lyanna no tendría objeción alguna. Polansky se había ofrecido él mismo para escanear personas con su nueva habilidad de lectura de energías ayudado con su computadora, y así descubrir quiénes podían ser buenos candidatos para invitarlos a Baikal a desarrollar sus habilidades. Cuando le presentó su cuidadoso plan a ella, su esposa solo sonrió y con un beso en la mejilla le dijo suavemente:
—¿Por qué te preocupas tanto por todo esto? ¿Planeando… proyectando? ¿No entiendes que en el universo las cosas suceden cómo y cuándo deben ocurrir, en perfecta sincronicidad?
Augusto solo se la quedó mirando con la boca abierta:
—¿Significa eso que solo te quedarás aquí de brazos cruzados sin hacer nada y la gente vendrá aquí, así como así?
—Por supuesto— dijo ella encogiéndose de hombros—. Tanto si planeas, si reclutas, como si no, Baikal atraerá a los candidatos perfectos. No te afanes con esto, Gus. Trabaja en lo que en realidad quieres hacer. No necesitas organizar este lugar, solo necesitas disfrutarlo.
Y Augusto por fin lo comprendió. Había tomado el peso de la responsabilidad de Baikal sobre sus hombros, había decidido que su función era administrar el lugar, y se había abocado a la tarea con gran seriedad, pero solo estaba haciendo lo que él creía que se esperaba de él, no lo que él realmente quería hacer. Lyanna lo sabía, y todo este tiempo había estado tratando de mostrárselo sin decírselo directamente:
—¿Dejaré de ser un retrasado mental en algún momento?— suspiró.
—Nunca lo has sido, mi amor— lo besó ella tiernamente en los labios—. Recuerda que tuve que retractarme sobre ese asunto, y ya sabes que no me retracto fácilmente.
—Te amo, Ly— sonrió él, devolviéndole el beso.
Y tal como ella lo había predicho, la gente comenzó a llegar a Baikal, sin ser buscada, sin ser forzada, de las formas más inverosímiles pero certeras, como por ejemplo cuando llegó a ellos el doctor Sandoval.
El doctor Sandoval era un médico cirujano muy importante en España. Su vida entera giraba alrededor de su trabajo, “cortando para salvar”, como él lo llamaba. Los procedimientos más delicados y peligrosos siempre llegaban a sus manos, pues todos confiaban en su superior habilidad en el campo de la cirugía. Pero pronto, todo eso iba a cambiar. Ricardo Sandoval contrajo una rara enfermedad degenerativa que comenzó lentamente a atrofiar los nervios de sus manos. Al principio, restó importancia a los síntomas y siguió operando, ignorando los avisos de su cuerpo. Cuando los síntomas se volvieron más obvios, se hizo los estudios en un hospital remoto, bajo otro nombre, en un lugar donde nadie lo conocía. Le diagnosticaron la enfermedad que tanto había temido siempre, pero eso no lo detuvo, siguió operando. ¿Qué otra acción cabía? Él era el famoso Doctor Sandoval, el Gran Cirujano. Su identidad estaba tan ligada a su trabajo, a su puesto en el hospital, que no podía concebirse ni entenderse de otra forma. Si no era cirujano, no era nada. Nadie puede soportar no ser nada, así que el doctor Sandoval siguió operando.
Desarrolló muchos astutos trucos para ocultar que sus manos ya no funcionaban como antes, y sus colegas los creyeron, porque ninguno de ellos tenía las agallas suficientes para ver la verdad. Fue así como un día, finalmente, sus manos no cortaron para salvar, sino que cercenaron la vida de una niña de seis años. Sus colegas cobardes lo dejaron solo, culpándolo de todo. Su estado de salud salió a la luz y la administración del hospital lo trató como el más vil de los criminales. Él no tenía defensa. Aceptó la culpa, sin siquiera pedir misericordia. Pero el caso nunca se hizo público, nunca llegó a la justicia ni a los medios. El hospital no podía admitir que había estado empleando a un asesino, no podía justificar el no haberlo apartado de su práctica antes, así que Sandoval no fue arrestado ni enjuiciado. Y aún así, su castigo fue peor que la cárcel, pues le quitaron quién era, le quitaron la razón de su vida y lo exiliaron de la medicina para siempre. Perdió a todos sus amigos y colegas, quienes lo dejaron solo una vez más, pues no querían ser arrastrados por su estigma.
Abandonado y convertido en nada, Sandoval tomó una decisión. Utilizó todos sus ahorros para irse lejos, a Rusia, donde nadie siquiera pudiera entender su idioma. Se aisló más de lo que ya estaba, y en medio del gélido invierno, viajó hasta el lago Baikal, para mirar por última vez la belleza de las montañas, la soledad del lago, antes de acabar de forma definitiva con la miseria de su culpa, con la negación total de su ser.
Lo había calculado todo con su precisión de cirujano: los minutos que podría aguantar la respiración bajo el agua helada, los efectos de la hipotermia en sus músculos... Se había deshecho de toda su ropa y de todos sus papeles. Si alguien lo encontraba, nunca sabrían quién había sido él. Solo hubo un pequeño detalle que escapó a los cálculos de su premeditada muerte: el lugar que eligió para arrojarse al lago estaba en una zona que Lyanna mantenía a 23,5 grados de temperatura, donde precisamente esa tarde, Mercuccio había salido a pescar en su bote de madera.
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Editado: 14.10.2019