La tumba del otoño

PREFACIO

Emory era raro. Era malo. Había nacido para dedicar su vida a la profesión más oscura y perversa. El joven Emory, nacido de padres humanos puros y fanáticos del catolicismo, era obligado, todos los días a leer única y exclusivamente un libro: la Biblia. Las escrituras santas, la bendita palabra de Dios.
    Emory odiaba a Dios. La familia Crowley amaba a Dios, todos los integrantes dedicaban su vida a alabar, cantar y servir al señor; pero Emory Crowley sabía que él no estaba destinado a alabar un ser que no podía ver. Suprimido de la magia, negado al saber de las ciencias, se fue de casa cuando cumplió once años y se enlistó en colegios, conoció la ciencia y la magia, y aborreció al resto de los Crowley. Era un chico talentoso, sobresaliente en todas las materias, desde la aplicación de la herbolaria en los venenos hasta la parapsicología. Todo lo que él hiciera estaba acompañado de una insana obsesión. Emory Crowley era un loco, con sed de conocimiento y poder.
     Terminó dejando su profesión de botánico para reunirse con cierta gente con fines peculiares como él y desapareció por un tiempo.
     Neeve se preguntaba cómo era él. No podía distinguir su rostro entre sus recuerdos sin ver una mancha borrosa que era un joven alto, apuesto y de cabellos oscuros.
     Neeve era la tercera y última del clan Crowley. Quizá la más sensible de todos. Le gustaba fingir ser otra oveja del rebaño de la iglesia y evitar toda cosa ajena del señor. Pero tenía algo en común con su hermano; también se había revelado. Quería estudiar como su hermano así que mandó su solicitud al mismo colegio que él y una asesora vino a la casa para hablarles sobre los planes de estudio y la inscripción.
     —¡Ni hablar! —bramó el Sr. Crowley mientras se levantaba de su asiento. Era un señor robusto con cara de perro y una lengua hinchada, cuando gritaba escupía sin control y su cara se ponía tan roja como una chuleta—. ¡Mi hija no se convertirá en un ser de ciencia! ¡Yo sé lo que ustedes son! Son unos monstruos, satánicos, sirvientes del diablo, ¡no dejaré que ustedes satánicos se lleven a mi hija! ¡No harán lo mismo que con mi hijo mayor! Ustedes lo sedujeron, el demonio, al camino y las obras del mal, a pecar contra Dios y blasfemar el santo oficio. ¡Así que no irá a esa secta a servir al demonio! ¡Largo de aquí! ¡En el nombre de Dios yo la expulso!
     —Pero, señor Crowley —dijo la joven muchacha sin entender—. No tiene nada de malo acudir a la escuela... Es un derecho y la educación es completamente laica, señor, le pido que por favor...
     —¡Dije largo! —Volvió a gritar el señor Crowley, esta vez con más fuerza que sus gritos podían oírse fuera de su casa—. ¡Ustedes son los malos! ¡Ustedes hacen un mal! Ella no irá a esa secta. ¡Lo juro en nombre de Dios!
     Lo había dicho. Había usado el nombre divino.
     Neeve escuchaba todo desde su cuarto. Tenía la oreja pegada a la puerta. Se cansó de oír los gritos de su padre y se preguntaba si había sido buena idea mandar esa solicitud; evidentemente no. No había señales de protesta de su madre. Neeve estaría destinada a aprender las labores domésticas para poder tener un buen esposo, leería la biblia todos los días y... Sería miserable. Neeve lo sabía. Quería a sus padres, a su manera, pero los quería, no pensaba arruinar sus planes, pero no deseaba servir a un hombre ni quedarse en casa leyendo la biblia o haciendo la labor doméstica.
     Cuando se cerró la puerta principal Neeve subió corriendo hasta el techo de la pequeña casa donde vivían. Desde ahí observó a una mujer de vestido rosa desaparecer detrás de unos arbustos. Ella quería ir detrás de ella, pero la mujer no volvió a aparecer.
     Fingió que no había escuchado nada por estar rezando varios padre nuestro.
     —Ay, mi niña siempre tan cumplida —dijo la señora Crowley con voz melodiosa. Era una mujer muy risueña que cantaba himnos en todas partes y amaba cocinar—. Anda, que la mesa no se va a poner sola.
     Pero la mesa ya estaba lista cuando ellas llegaron. No había nadie en casa y cosas así o más extrañas sucedían, cuando eso pasaba los señores Crowley encerraban a Neeve en el sótano con su biblia y no la dejaban salir hasta que se hubiese aprendido la mitad del libro.
     —Mamá...
     No hubo tiempo de protestar. Neeve ya iba de camino al sótano.
     —¡Mamá, no quiero ir a ahí!
     La señora Crowley lanzó a su hija y cerró la puerta del sótano, a veces le recordaba a su hijo Emory. Lo había odiado, pero su esposo lo había amado y tenían una buena relación, hasta que llegó esa maldita carta del colegio.
     Aunque Neeve gritara y llorara, rasgara y pateara, la puerta no se abriría hasta el día siguiente.
     A veces leía para matar el tiempo, pero esa noche algo pasó.
     Edison, Rosmerta y Mary Crowley no vivieron para contarlo, y Neeve estaba en el sótano.     




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.