La última sabia

Antía

«Cuidado con la hoguera que enciendes contra tu enemigo,
no sea que te chamusques a ti mismo».

William Shakespeare

ANTÍA

Playa de A Lanzada (Pontevedra)

Último fin de semana de agosto, 1985

La anciana cerró los ojos y se concentró en el murmullo de las olas. Le encantaba descifrar los mensajes que transportaba el agua, una exquisita amalgama de historias que muy pocos podían percibir. Sonrió para sí. Olía a salitre y a nuevos comienzos. Aún no sabía que aquel sería el último día de su vida.

Tras recitar varios mantras y comulgar con el universo, abandonó la orilla y se dirigió a su rincón favorito de la playa. Se acercaba el luscofusco, el momento perfecto para preparar esa bebida mágica que afinaba los sentidos hasta rozar la línea que separaba el mundo visible de otro más escurridizo, plagado de enigmas y secretos. Intuyendo que las muchachas no tardarían en llegar, inició los preparativos con entusiasmo.

Trazó un círculo sobre la arena y depositó la tradicional pota de barro en el centro. Después de beber un generoso trago de orujo, vertió el resto en la tartera y se limpió los labios con el dorso de la mano. Escuchó con atención los susurros de las ánimas juguetonas. Curiosas por naturaleza, aquella tarde habían abandonado el cementerio en busca de nuevos lances con los que avivar su monótona existencia. Le gustaba tenerlas cerca. Cuando se atrevían a rozar su piel, podía sentir el torrente de emociones que cargaban en aquellos cuerpos que no eran sino trazos evanescentes que cambiaban de forma bajo la apariencia de sedosas nubes de gas brillante. Lamentaba no poder ayudarlas en su tránsito por el espacio y el tiempo, pues las leyes universales eran muy estrictas al respecto, pero siempre que tenía oportunidad, aprovechaba para recordarles que no avanzaban solas por el gran camino.

Sus ojos de color cobre chispearon al escuchar las risas de sus amigas, una tribu de mujeres valientes y amantes de la vida, que se acercaban charlando y bromeando. Con sus melenas al viento y las mejillas sonrosadas, lucían orgullosas las curvas de sus cuerpos fértiles, cubiertos con vaporosos vestidos blancos que dejaban muy poco a la imaginación. La anciana sonrió al verlas; parecían auténticas diosas encarnadas bajo el envoltorio de simples mortales. No les importaban sus medidas, muy alejadas de los cánones sociales, ni tampoco las arrugas, testigos de la sabiduría atesorada durante su paso por este mundo. Eran felices y se sentían plenas porque se sabían protegidas por la madre Gaia.

Sin dejar de sonreír, la mujer espolvoreó una generosa cantidad de azúcar sobre el aguardiente y añadió las cáscaras de limón y naranja que había pelado aquella misma tarde, mientras contemplaba el descenso del sol sobre el horizonte. Abrió una lata decorada con motivos celtas y cogió un puñado de granos de café, que acercó a su nariz para recrearse en su intenso aroma antes de esparcirlos en la pota. Tomó una muestra con el cazo y posó el dedo índice sobre ella antes de susurrar la palabra que definía su esencia: ignis. El líquido se cubrió al instante con un manto ígneo. Lo devolvió a la pota y removió la queimada con una suave cadencia, al tiempo que recitaba el conjuro con aire solemne. Introdujo algunas palabras arcanas no incluidas en la fórmula original, que por supuesto no pronunció de viva voz. Aquellos vocablos secretos regalarían a sus invitadas un puñado de privilegios en cuanto ingiriesen el brebaje.

«Búhos, lechuzas, sapos y brujas; demonios, duendes y diablos.

Espíritus de las vegas llenas de niebla, cuervos, salamandras y hechiceras.

Rabo erguido de gato negro y todos los hechizos de las curanderas…

Podridos leños agujereados, hogar de gusanos y alimañas.



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En el texto hay: misterio, magia, brujas

Editado: 07.12.2022

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