La verdad es lo que es, y sigue siendo verdad aunque se piense al revés.
Antonio Machado(1875-1939).
Con las yemas de los dedos repasó su rostro pintado en aquel cuadro victoriano. Sin lugar a duda, era ella. ¿Cómo era posible? Repasó los otros retratos en los que también aparecía. Figuraba en ellos con una sonrisa que nunca la caracterizó y una mirada verde que nunca había encontrado en sus ojos oscuros.
Negó con la cabeza repetidas veces llevándose las manos sobre la boca, en un intento desesperado de contener la vorágine serpenteante que intentaba asfixiarla.
—No es real —se dijo a sí misma—. ¡No puede ser real! —vociferó desde lo más profundo de las vísceras.
«Es real, aunque no creas en ello.»
Y tras esa respuesta del viento, las puertas de las otras estancias se abrieron dando fuertes golpes que hicieron vibrar los tímpanos, el corazón y el alma de Margaret. La química neoyorquina que no tenía complejo de heroína ni de mártir volvió a buscar el número de Mía en el móvil, pero seguía sin aparecer. ¡Estaba borrado! ¡Todos los contactos lo estaban! Intentó llamar al número de emergencia, pero no había línea. Cogió impulso para salir corriendo, pero de nuevo, esa fuerza invisible se lo impidió. No sólo eso, sino que la arrastró hasta una habitación de matrimonio. En ella, había más imágenes.
Los señores del relicario estaban por todas partes. Y el nombre de Alexander Trudis también.
Alexander Trudis.
El hombre que le había legado ese patrimonio, el hombre de su relicario. Las ideas y los pensamientos se le amontonaban en la mente de forma desordenada.
—¿Eres tú, Alexander? ¿Por qué me has traído aquí? —se atrevió a preguntar al aire; pero no hubo respuesta, dándole a entender que esa corriente habladora era caprichosa.
Abrió cajones y estuches repletos de joyas que debieron ser de la señora y encontró una placa de oro en la que había su nombre: Margaret Trudis.
—¿Sois mis padres? ¿Qué queréis de mí?
Nada. Silencio. Tiró el móvil a un lado y se empoderó, se atrevió a abrir el tocador principal, hecho de madera de sándalo. Halló polvos para la cara, perlas, broches y otra placa. La cogió con presteza, como si no tuviera tiempo.
Greta Trudis, 1793.
¿Greta? Se le escurrió la medalla entre las manos, repicando contra el suelo alfombrado. Corrió cerca de los retratos, achinando los ojos para ver mejor a la señora de pelo oscuro.
¡Señora Madison!
Emprendió una carrera permitida por la fuerza invisible para ir en busca de la maleta que había dejado en el recibidor. Sacó la foto de la señora Greta Madison, la panadera, y subió de nuevo a la segunda planta olvidándose de sus miedos y poseída por el descubrimiento. Colocó la foto de la señora Madison junto al rostro de la señora Trudis. ¡Eran clavadas! No se había dado cuenta antes porque la panadera tenía el pelo rubio y vestía ropas modernas.
—¿Madre? ¿Estuviste siempre a mi lado?
Silencio. Dejó la foto de la señora Madison sobre el tocador y anduvo por su propio pie alejándose de la habitación de... ¿sus padres?
La risa estridente de una joven salió de una estancia a escasos metros. La risa era fuerte, melódica y sin malicia. Se acercó a ella, descubriendo que estaba vacía. Que no había nadie. ¿De dónde había salido esa risa?
—Este lugar... es... como si reviviera un sueño. —Tocó las molduras de oro que ornamentaban a un espejo, trasteó unas bandejas de plata repletas de complementos para el pelo y el cuello y luego abrió el armario hallando una decena de vestidos victorianos para mujer adulta. Ensimismada con los objetos que estaban a su alcance, se sentó al borde de la cama. Jamás, por extraño que pudiera parecer, se había sentido tan arropada como en esos instantes. Los doseles amarillos caían alrededor del fastuoso lecho y le daba la sensación de haber dormido muchas noches en él.
¿De quién había sido esa habitación? Buscó respuestas en los cuadros pero tenían el rostro borrado. Sólo se apreciaba el cuerpo esbelto de una chica.
Un gran pesar cayó sobre sus párpados induciéndola a un sueño profundo casi involuntario.
Dormida con sus jeans y su jersey verde, soñó con una niña que corría a los brazos de su padre para que éste la levantara haciéndola volar. A esa quimera, le sucedió otra en la que una madre arropaba a la misma niña entre almohadas y besos de buenas noches. Después, la visión se tornaba oscura y confusa dando paso a un hombre de pelo y ojos negros frente a ella.
«¿No vas a dar un beso a tu prometido?»
Le preguntó el hombre del sueño, a lo que ella respondió con un beso cargado de sentimientos y esperanzas que pronto se rompieron por la aparición de una mujer rubia con los ojos verdes como esmeraldas.
Agonía, dolor, decepción...Una pesadilla que la despertó de forma turbulenta en mitad de la noche. ¡Había anochecido! ¡Debía irse! Era peligroso seguir ahí sola y sin comunicación. Gracias a la luz de la luna se guió a través de los pasillos y llegó al móvil, constató que los contactos estaban restablecidos. ¿Sería que la fuerza invisible había decidido dejarla en paz? ¿O habrían sido imaginaciones suyas? ¿Podría haberse imaginado todo aquello? Si así fuera, debía plantearse seriamente el consejo de Mía y consultar a un especialista,
Llamó al taxista con un nudo en la garganta y para su alivio la informó que en treinta minutos estaría ahí. Le mandó un mensaje a Mía, eran las 22:00, diciéndole que iba a salir de la mansión en media hora y que la llamaría en cuanto llegara al hotel. Mía le contestó un "ok" y bajó al vestíbulo a la espera del coche. No pensaba pisar esa casa en lo que le quedaba de vida si tenía la oportunidad de hacerlo. Al día siguiente iría en busca de una inmobiliaria y le pediría al agente inmobiliario que se encargara de todo a cambio de una buena comisión.