La verdad que me callé

Entre la Vida y el Silencio

La noche cayó con una lentitud que pesaba en los pasillos del hospital. Afuera, las luces parpadeaban con cierta indiferencia, mientras adentro el aire acondicionado seguía su rutina gélida, ajeno al calor de las emociones humanas. El reloj marcaba las 2:17 a.m. y el mundo dormía. Menos Kevin.

Él estaba ahí, como siempre. Silla al borde de la cama, codos sobre las rodillas, cabeza entre las manos. No hablaba. No lloraba. Solo respiraba con dificultad, como si incluso eso doliera.

—No puedo más, Jay —murmuró, al fin—. No puedo seguir viniendo aquí todos los días fingiendo que estoy entero. Porque no lo estoy. Me estoy desmoronando... y tú ni siquiera lo sabes.

Quiso levantarse, quiso irse, pero sus pies no respondieron. En cambio, se dejó caer de nuevo en la silla, cubriéndose el rostro. Jaydriel —yo— quise acariciarle el cabello como hacía cuando se frustraba en la universidad. Pero mi cuerpo seguía siendo una cárcel de carne inmóvil.

En mi interior, lo gritaba todo: Sigo aquí. No te vayas. No todavía.

Entonces, entró Lina. Con sus pasos firmes y sus ojeras escondidas bajo corrector barato. Se había convertido en la madre sustituta de todos. Supervisaba mis medicamentos, discutía con los médicos, y jamás lloraba frente a nadie. Solo frente a mí. En silencio. Cuando pensaba que nadie la veía.

—Kevin, vete a dormir un rato. Toma mis llaves, anda a casa. Dúchate, come. Pareces un fantasma.

—No puedo, Lina. No hoy.

Ella lo miró con una dulzura feroz. Le tocó el hombro.

—Entonces por lo menos háblale. Jay no necesita otro silencio. Tiene suficiente con el suyo.

Horas más tarde, cuando los primeros rayos del sol se colaban por las cortinas, alguien más entró. Era Rachael. Mi prima. Siempre puntual en sus visitas de viernes. Con su bolso de cuero y su voz aguda.

—¡Buenos días, dormilona! —dijo animada, como si eso pudiera sacarme del coma—. Hoy te traigo algo nuevo: la playlist de nuestro viaje fallido a Cancún. ¿Te acuerdas? El viaje que cancelamos porque Kevin olvidó renovar su pasaporte. Sí, ese. Lo odiamos una semana por eso... hasta que llegó con donas y nos hizo reír de nuevo.

La música empezó a sonar. Lana del Rey, Arctic Monkeys, esa mezcla rara que solo nosotras entendíamos. Cada canción era un recuerdo que se colaba en mi pecho. Era como vivir todo otra vez, pero detrás de un vidrio grueso e inquebrantable.

—Por cierto —añadió Rachael—, le conté a mamá que estás mejorando. No sé si es verdad, pero... se lo creyó. Y ¿sabes qué? También me lo estoy creyendo yo.

Cuando se fue, quedé a solas. Y en ese silencio que tan bien conocía, una imagen me vino con fuerza: Kevin. Hace años. Con una sonrisa tímida, una mochila rota, y una mirada que hablaba más que cualquier poema. Lo conocí en una biblioteca. Me pidió ayuda para encontrar un libro. Se le cayó otro al suelo y me hizo reír tanto que nos corrieron por hacer escándalo.

Aquel día no lo sabía, pero ahí empezó todo. Nuestro todo.

Desde mi rincón de sombras, quise volver. Quise tener de nuevo la oportunidad de decirle que cada gesto suyo me marcó, que lo amé en los detalles, en los silencios, en las risas prestadas. Y que aún lo hacía.

Grace volvió esa noche. Traía pizza, un abrigo gigante y un brillo inusual en los ojos.

—¿Sabes qué hice hoy, Jay? Me atreví a presentar ese proyecto que teníamos planeado juntas. El de la red de apoyo para mujeres en carreras universitarias. Lo presenté ante la decana, sola. Y les encantó. Dicen que si consigo más respaldo, nos dan un espacio fijo. Lloré, obvio. Pero lloré bonito. Pensando en ti, en nosotras.

Se acomodó frente a mí y respiró hondo.

—También lloré porque me di cuenta de algo. A veces una amistad es tan fuerte... que puede doler. Duele cuando te hace falta. Duele cuando no sabes si sigue existiendo. Pero también te recuerda por qué valía la pena desde el inicio.

Sus ojos se empañaron. Me tomó la mano. Me besó los nudillos.

—Despierta, Jay. Tengo tantas cosas que contarte. Y necesito que estés aquí para verlas.

Algo dentro de mí se agitó. Un destello. Un tirón. Como si cada palabra de ellos estuviera moviendo piezas oxidadas de mi alma dormida. ¿Y si era verdad? ¿Y si podía elegir?

¿Y si el amor que ellos me daban... era suficiente para traerme de vuelta?




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