Era una herida mortal. Lo supe en cuanto ese hombre me sacó el cuchillo del pecho y la sangre empapó mi vestido. La hoja me reflejó un instante y vi una versión distorsionada de mí misma, con la piel pálida, los ojos a punto de salírseme de las cuencas y la boca abierta en un silencioso grito.
Me aferré a la fina tela desgarrada e intenté cubrirme los pechos, pero el hombre tiró de mi brazo y pude ver que su atención no se dirigía a mí.
—Dámelo, niña. —La voz le tembló. Debía ser la primera vez que hacía un trabajo de este tipo.
Me reí por mi infortunio: en realidad no llevaba nada de valor. Regresaba a pie a casa y el único objeto en mi posesión era la vieja copa de cristal que guardaba en el bolso y que escuché crujir cuando caí.
Tosí. La sangre me manchó los labios y la presión en el pecho se acrecentó. Miraba en todas direcciones; la carretera estaba sola y demasiado oscura a pesar de las farolas y las luces de los autos. Las pocas personas que caminaban cerca habían huido en el instante en que presenciaron el forcejeo y escucharon el único grito que alcanzó a cortar la noche.
—No tengo nada —dije con el poco aire que me quedaba. Tal vez si me colgaba de la pena, él se apiadaría de mí y me dejaría en paz.
Sin embargo, me sorprendió cuando dijo:
—Quiero la copa.
¿Me había seguido?
Metí ambas manos en el bolso y tanteé en su interior los pedazos de la copa; intenté respirar lento para tranquilizarme, en vano en cuanto me corté con uno de los cristales rotos. Iba a morir.
Levanté los fragmentos y bajé la mirada. «Esto es lo que queda», quise decirle. «No me haga daño». Era una baratija que había conseguido para una exposición de la clase de Historia, sin valor real.
Caminó de un lado a otro y soltó una maldición al aire: no era lo que esperaba encontrar y sabía que estaba a punto de convertirse en un asesino. Volvió después de unos segundos y me arrebató la copa de las manos.
»Dámela. No importa, dámela.
Me apartó de una patada y la vista se me nubló cuando caí en el asfalto. El golpe quebró la delicada cáscara con la que intentaba protegerme y las líneas se volvieron difusas por las lágrimas que salieron de mis ojos.
El hombre murmuraba algo que no lograba entender. Si buscaba la copa, su misión había fallado porque ahora no era más que un montón de basura.
Se volvió hacia mí y como si me hubiera leído la mente, empuñó el arma una vez más. El helado pavor de la muerte se me pegó al cuerpo al sentir el filo acariciarme la mejilla, por la línea de la mandíbula hasta el cuello.
—Por favor, no me lastime. No diré nada, ¡lo prometo!
—¡Cállate! —Luego repitió en un susurro—. Cállate. Pensar. Necesito…
—¡Eh! —Una intensa luz me encandiló. El paisaje se tornó todo blanco y la silueta de la ciudad desapareció. Imaginé que de ella saldría la muerte y me tomaría de la mano; me llevaría a su lado demasiado pronto, demasiado rápido. No podría despedirme de nadie. Estaba bien así; sin embargo, mi asesino soltó el cuchillo y la bolsa y echó a correr—. ¡Policía!
Alcancé a verle un momento antes de que diera la vuelta en la esquina: era más alto de lo normal y lucía atlético, pero su cuerpo estaba cubierto por completo. Supuse que vendría de alguno de los asentamientos que había al norte de la ciudad y encontró en mí una presa fácil al salir del museo.
La muerte era de verdad preciosa: se trataba de una mujer que rondaba los cuarenta, de rasgos finos y ropa elegante. Me tomó el brazo y comprobó si tenía pulso.
«Pronto, solo espera unos minutos», quise decirle al advertir las arrugas en su entrecejo y el temblor en sus manos.
—¡Philip! —gritó—. ¡Está malherida!, llama una ambulancia. ¡Ahora!
El repentino calor me arrancó un quejido cuando presionó el corte en el pecho. El pantalón color hueso había absorbido gran parte del charco bajo mi cuerpo, aunque sabía que la pérdida era mayor.
—Viene enseguida, cariño. ¿Crees que resista? —Miró su reloj al acercarse a ella—. Diez minutos, quizá menos.
La mujer guardó silencio.
Qué extraño recibimiento en el mundo de los muertos. ¿Por qué se preocupaban si moría ya o en un rato? No necesitaba que los paramédicos confirmaran mi deceso. Si tan solo me daban un poco de tiempo…
La presión que ejercía se hizo mayor.
—Lo hará.
Apreté sus dedos en señal de agradecimiento y en respuesta ella buscó de nuevo el pulso esta vez en mi cuello. Parpadeé un par de veces; el paisaje, borroso, se oscureció y fue difícil entender lo que se decían. Sentí cómo me desprendía y en el último segundo corrió la película de mi vida. Vi a mis padres y los pocos momentos que valieron la pena, la mayoría en su ausencia.
«Adiós», les dije. No merecían más palabras de despedida.
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Editado: 11.04.2024