Cómo había llegado a esto, ni ella lo sabía. No sabía cómo es que hace unas pocas horas atrás había jurado no cruzar palabras con su padre.
Y en este momento, ella estaba frente a él. Su mirada imponía respeto, el respeto que siempre era impuestos desde que era una niña, nunca había podido verlo a la cara, a los ojos.
— Adriana...
— ... — silencio, su voz se había ido, se había quedado en su mente. Todo lo que le hubiera gustado decir, no salió. No emitió ningún sonido.
— Vámonos, es hora de ir a casa. — ordenó, ordenó cómo aquella vez que vio a su padre enfrente de unos diez mil soldados a su cargo.
— Papá — su voz salió, por fin. Después de verlo, su mirada estaba clavada en el piso.
— Ahora
Su voz resonaba en su cabeza, ella no se movía. Empezaba a temblar, el nerviosismo se notaba. Sus labios temblaban. — Papá. — volvió a decir.
— ¿Qué quieres? Volver a huir tres siglos. Estar en la oscuridad y aparentar ser alguien qué no eres.
— Conocí a la gente es ...
— ¿Diferente? ¿Qué me dices de tu "mejor amiga"?
— ¿Cómo lo sabés? — dió un paso hacia él.
— Nunca deje de buscarte ... Siempre a una distancia.
— Pensé que era mi amiga...
— El hombre tiene miedo a lo desconocido, siempre es así... Nunca confíes en nadie diferente a ti. Siempre te lastimaran y te harán sentir como un demonio... — puso su mano en la barbilla de ella e hizo qué la viera a los ojos — Te protegeré hasta de la muerte, eres mi hija y te amo... Aunque a veces sea distante, estricto, frío... Perdón si nunca supe ser un padre amoroso...
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Editado: 16.02.2020