Corrieron hasta al menos tres manzanas.
— Gracias — dijo ella.
— ¿Qué haces a estas horas? — preguntó el.
— Caminando... — Sonrió.
— Bueno amiga, no sé porque pero ve a tú casa.
— Sí, adiós.
— Me llamo Juan — respondió cómo despedida.
Sonrió y se marchó, no tardó mucho en darse cuenta que el hambre la mataría, buscó entre las calles, y no encontró nada.
— Creo que seguiré al chico... — se dijo y volvió sobre sus pasos buscando a su víctima.
Iba caminando, espero a que entrará a su casa y fue cuando entró.
La oscuridad de la noche y la poca iluminación de su cuarto, hicieron que fuera más fácil para ella entrar.
Lo vió acostado, estaba frente de él.
— ¿Quién eres...? — preguntó.
— Gracias por salvarme, pero es necesario... — rápido se acomodó a su lado y sin pensarlo enterró sus colmillos en el cuello.
El intento gritar, fue callado por una mano en su boca, trato de moverse pero ella era más fuerte que él. Sin fuerza, sólo esperó a que terminará, ya no peleó; sus ritmo cardíaco disminuyó.
Cuando terminó, se levantó y limpio su boca — Gracias por ésto, no lo olvidaré. Me llamó Adriana, adiós.
Lo dejó a su suerte en la cama, voló por la ciudad, sola cómo los últimos tres siglos lo había hecho.
— Adriana... Adriana, ahora entiendes porque debes volver. — un murciélago más grande le tapó el camino.
— Vete, no volveré. No lo haré Alexander. — se movió para irse.
— Sabes qué no somos de esté mundo, nunca seremos igual que ellos.
— Lo sé, pero prefiero huir cada vez que pueda.
— Entoces iré contigo, te he buscado por toda América, y sé que tus padres quieren matarte... Déjame ir contigo.
— Bien, pero nos separaremos después de un tiempo. No quiero acompañantes.
Los dos volaron juntos, debían buscar refugio antes del amanecer.
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Editado: 16.02.2020