El agradable sonido de una cascada de agua, acompañada del canto de diversas aves salvajes, me despierta. Busco a tientas el móvil mientras tomo nota mental de cambiar esa puñetera melodía. Deslizo el dedo por la pantalla de mala gana y abro los ojos para convencerme de que estoy en casa de mi padre. Por un momento, al despertar, pensé que estaba en mi pequeño dormitorio, pero el suave tacto de las sábanas me ha traído de vuelta a la realidad: en mi casa las sábanas estaban ásperas por el desgaste.
Después el dolor me golpea, aunque ahora, me repongo en unos pocos minutos y apenas un par de lágrimas escapan de mis ojos. Antes tardaba más de una hora en poder levantarme de la cama y lo hacía con los ojos enrojecidos por el llanto, la congoja trepando por mi garganta y esas insoportables ganas de morirme.
Me asomo a la terraza para ver que hoy ha amanecido un día soleado y caluroso. Tendré que acostumbrarme, pues aquí es lo habitual. El tiempo ayer me dio la bienvenida, acompañando mi humor con nubes y lluvia, pero está claro que eso no podía durar. Regreso a mi habitación y revuelvo el armario para terminar vestida con unos vaqueros gastados, camiseta y zapatillas. Cojo la mochila en la que llevo el material de dibujo y bajo temerosa del ambiente con el que me pueda encontrar a primera hora de la mañana en la casa.
Antes de llegar a la entrada de la cocina, distingo la figura de María moviéndose con remango de un lado a otro mientras canturrea algo que soy incapaz de adivinar. Seguramente los gustos Musicales de María estén muy alejados de los míos.
Entro en la cocina sin saber muy bien qué decir pero ella se me adelanta.
—Buenos días, cielo.
Me pregunto cómo ha notado mi presencia si está de espaldas cortando unas naranjas.
—Buenos días, María.
Me hace un gesto con la cabeza señalando un lado de la isla en el que hay un mantel individual, un plato con tostadas, mantequilla y mermelada, unos bollos que parecen de arándanos y una taza.
—Date prisa. El autobús pasa por la parada en quince minutos.
Suelto la mochila en la encimera y me siento con cierta vergüenza. No me encuentro cómoda con alguien preparando mi desayuno. Después de una vida de tazón de leche y cereales…
Salgo de mi ensimismamiento cuando deja a mi lado el vaso de zumo recién exprimido.
—No… debes molestarte conmigo, María. Puedo preparar mi propio desayuno. Seguro que tienes otras mil cosas que hacer y no quiero ser una carga para ti. Estoy acostumbrada a ocuparme de una casa y de mis cosas…
Me observa extrañada y finalmente sonríe con calidez.
—Mi niña, no pienses así. ¡Y desayuna! No puedes ir a clase sin el estómago lleno.
Se me hace raro que una persona que me acaba de conocer me hable de forma cariñosa, aunque tengo que reconocer que estoy tan falta de afecto que agradezco sus palabras.
Me como una tostada y uno de los bollos para que se dé por satisfecha y además del zumo, tomo una taza de café. María me envuelve el otro bollo y me lo tiende.
—Por si tienes hambre a media mañana.
Lo guardo sin protestar. Creo que con ella de poco serviría.
—Gracias por el desayuno —digo con sinceridad—. ¿Dónde está la parada del bus?
—Al salir de casa, sube hacia la izquierda y no tardarás en verla. Tienes que coger la línea 7, hace alguna parada pero la última es en la zona de las universidades y es el bus más directo.
Asiento mientras intento no olvidar lo que me acaba de decir.
—De acuerdo. Hasta luego.
Me cuelgo la mochila y al llegar a la puerta, María me alcanza a la carrera.
—Espera, qué cabeza la mía. Se me ha olvidado darte las llaves.
Busca en el cajón de la entrada y me da un llavero horroroso con un gato.
—Esta es de la puerta, esta de la valla, aunque suele estar abierta. Esta otra del garaje. Bien, vete o perderás el autobús.
Salgo a toda prisa y llego a la parada justo cuando el 7 se detiene. Apenas suben dos personas y yo me siento junto a la ventanilla en una de las primeras filas. Guardo las llaves en mi monedero y paso el resto del trayecto observando la pequeña ciudad por la ventanilla. Nunca antes había estado aquí y aunque lo que veo no me disgusta, me encantaba mi hogar. Un lugar con cuatro estaciones para disfrutar, no como aquí que parece un perpetuo verano. Allí con dar cuatro pasos podía adentrarme en un frondoso bosque y respirar aire puro…
Llego al final de mi trayecto perdida en mi nostalgia de un hogar que ya no es tal para mí. Al bajar miro a mi alrededor totalmente perdida y busco entre mis cosas el papel con los datos del centro y mi horario. En este campus está la escuela de arte y la escuela de negocios. Por nada del mundo me gustaría equivocarme de edificio. Aunque a mi padre le encantaría que la beca fuera para estudiar administración de empresas o algo por el estilo. Mi padre… al pensar en él me doy cuenta de que ni siquiera le he preguntado a María dónde estaba. Sin embargo tampoco tenía sentido, sé de sobra que llevará horas trabajando.
Pregunto a la primera persona que me cruzo y cinco minutos después llego a secretaría donde después de esperar una interminable cola, ponen todos mis papeles en orden justo a tiempo para dirigirme a la primera clase.