La virreina

Capítulo 16. La trampa de la ex gobernadora

Tras un merecido descanso, Adriano se sentía con mucha energía. Él mismo acarreó una pesada maleta de armas láser y drones de rastreo, sin ayuda de los androides de apoyo. Sus soldados también lucían animados, más que nada porque la mayoría de ellos fueron víctimas directas e indirectas del capitán Lucio y la señora Rosana, por lo cual estaban deseosos de deshacerse de esos criminales para preservar la paz en el virreinato.
La virreina Ludovica, por el contrario, se sentía agotada. Tuvo que revisar miles de informes sobre el capitán Lucio y sus crímenes registrados. A la vez, también tuvo que poner al tanto al personal de la fortaleza, anunciándoles sobre el momentáneo cambio de mando y que haría lo que estuviera en su alcance para darles sus indemnizaciones cuando llegara el momento.
Pero, si sus planes salían bien, no tendría necesidad de despedirlos. Eran gente bastante trabajadora y, a excepción del chofer, todos demostraron ser honrados y confiables.
Cuando todos subieron al vehículo, Ludovica bostezó, a lo que Adriano le preguntó:
— ¿Estás bien, señora?
— Estoy bien, Adriano – le dijo Ludovica, con una media sonrisa – solo que… bueno, pasaron muchas cosas en pocos días.
— Sí, lo entiendo. No se preocupe, rastrearemos a la señorita Ruth y, con suerte, llegaremos a un acuerdo.
Una vez que todos se enlistaron, partieron rumbo al supuesto escondite donde, según alguna de sus fuentes, se encontraba la señorita Ruth con los infantes.
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“Me decapitarán por esto, pero espero que valga la pena”
Debido a que había demasiada gente en el mercado, a Ruth le fue fácil escabullirse de los guardias que vigilaban el perímetro. Sabía que la virreina priorizaría más el rescate de la princesa que a los infantes, por lo que no habría problema si llevaba a los chicos fuera de la ciudad con apoyo de los independentistas.
Fue a la casa de un amigo suyo y le explicó brevemente la situación. Este miró a los infantes y comentó:
— Podemos llevarlos a nuestra base situada en el pueblo Suburbio. Hay pocos guardias y sistemas de vigilancia ahí, nadie se dará cuenta.
— Sí, pero será difícil salir de la ciudad con esas cámaras que están por todos lados – lamentó Ruth.
— No te preocupes. Llamaré a los demás camaradas y, entre todos, lo solucionaremos.
Cuando terminaron de charlar, Matías le preguntó:
— ¿Adónde iremos?
— Iremos a visitar a unos amigos – le respondió Ruth, con una sonrisa falsa – conozco a mucha gente que puede ayudarnos a rescatar a la princesa más rápido. Como ustedes la conocen mejor, los necesitamos para que nos hablen más sobre ella y, así, reconocerla.
— ¿De verdad pueden hacer eso? – preguntó Marco - ¿Pero eso no les corresponde a los guardias de la virreina? ¿Quiénes son ustedes en verdad? No parecen soldados.
Ruth pensó que los infantes eran más listos y perspicaces de lo que creía, así es que tenía que tener cuidado con sus palabras para que no interpretaran sus verdaderas intenciones.
Fue por eso que, de inmediato, les respondió:
— Está bien, me atraparon. En realidad, pertenezco a un grupo de élite encargado de apoyar a la virreina desde las afueras. Somos como espías, por lo que nos infiltramos entre los civiles para que nadie sospeche de nosotros. ¡Es ultra secreto! ¡Nadie debe saberlo!
— ¡Guau! ¡Genial! – dijo un entusiasmado Matías - ¡De verdad nos engañaste! ¡Creíamos que solo eras una niñera!
— Sí, claro, je je – dijo Marco, quien no parecía convencido con la explicación de Ruth – entonces ayudaremos en lo que podamos.
— Gracias, chicos – dijo Ruth, ampliando más su sonrisa – sé que podré contar con ustedes para que el rescate de la princesa sea pan comido.
Luego de conversar, reapareció su amigo, quien le habló al oído. Esta asumió con la cabeza y, luego, mirando a los infantes, les dijo:
— Bien, ya está el carro. Vayamos antes de que caiga la noche.
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Pese a trabajar para la corona, Adriano era bastante cercano a los nativos y mestizos. Fue así que le era sencillo hablar con ellos cuando debía recabar información para sus trabajos de campo.
Hasta el momento, tenía tres posibles localizaciones sospechosos de ser los escondites de los independentistas fuera de la ciudad. Dos de ellos estaban en el pueblo Suburbio y, uno, en una villa lindante.
— Distribuiré a mis hombres en tres grupos – le explicó Adriano a Ludovica – así abarcaremos más terreno. Nosotros iremos al pueblo Suburbio con uno de los grupos y mandaremos los drones de rastreo por los alrededores. Si no hay peligro, puede bajarse con nosotros para apoyarnos en la inspección, pero le pido que no se aleje de mí.
— Me parece un buen plan – dijo Ludovica, mientras miraba el mapa holográfico donde indicaban las localizaciones – Solo ten cuidado, Adriano. No sabemos a lo que nos enfrentamos.
Adriano asumió con la cabeza, aunque, en el fondo, no creía que los independentistas fueran gente agresiva. La mayoría solo se limitaba a pegar panfletos o dar discursos en los lugares públicos. Pero debido a que nunca se sabía lo que podía pasar y más con los infantes a manos de ellos, no quedaba de otra que tomar precauciones.
Llegaron a uno de los supuestos escondites, el cual era una casa sencilla con paredes blancas y techos a dos aguas. No había guardia ni rastros de vida alguno, como si estuviera completamente vacía.
Adriano mandó los drones primero y, estos, detectaron rastros de calor en el interior del inmueble. Pudo deducir que había, al menos, tres personas adentro. Pero estaban muy quietas, como si durmieran.
Adriano se bajó del vehículo, en compañía de Ludovica y un soldado de apoyo. El valiente guardaespaldas apoyó la oreja por la puerta y, al no oír sonido alguno, empezó a golpear.
— ¿Hola? ¿Hay alguien en casa?
Solo el silencio le respondió, lo cual le pareció más extraño. Estuvo a punto de abrir la puerta, cuando Ludovica lo tomó del brazo y le dijo, en voz baja:
— Espera, aquí huele algo raro. ¿Y si mejor miramos por la ventana?
Así lo hicieron. Buscaron alguna ventana y hallaron una que estaba entreabierta. El soldado de apoyo lo abrió e ingresó en ella, sin dudarlo. Y, apenas estuvo dentro, dio un grito de sorpresa.
— ¿Qué sucede, soldado? – le preguntó Adriano.
— ¡Excelencia! ¡General! ¡Hay rehenes aquí! ¡Y la puerta tiene una bomba pegada al picaporte de la puerta!
— ¡Oh, por los dioses!
Desde la ventana, Ludovica y Adriano contemplaron que había tres personas en el suelo, atadas y amordazadas. Todas parecían haber sido dopadas y estaban despertando de a poco.
Una de esas personas era la señorita Ruth, quien apenas abría los ojos, como si no reconociera su entorno.
— ¿Puedes desactivar esa bomba? – le preguntó Adriano al soldado.
— Lo intentaré, señor, pero tardaré mucho.
— Creo que hay otra puerta de acceso – dijo uno de los soldados que quedaron afuera.
— ¿Puede verificar si esa puerta también lleva un explosivo? – le preguntó Adriano al muchacho que quedó dentro.
Después de un breve silencio, este respondió:
— También lleva una conexión a los explosivos. Será mejor que ingresen por la ventana para rescatarlos a todos mientras desactivo las bombas.
— Entonces hazlo mientras el resto nos ocupamos de los rehenes – dijo Ludovica.
Una vez que sacaron a los rehenes por la ventana, todos fueron asistidos por los soldados que quedaron en el vehículo, a la espera de instrucciones. Unos cuantos comenzaron a rodear el lugar a modo de vigilar que nadie entrara o escapara del terreno.
Mientras el soldado de apoyo intentaba desactivar la bomba sin que le estallara en la cara, Ludovica se acercó a la recién recuperada Ruth y le preguntó:
— ¿Qué sucedió? ¿Dónde están los infantes?
— Nos traicionaron – respondió Ruth, con los ojos llenos de angustia – no sé por qué lo hicieron, pero me las van a pagar.
— ¿Qué planeabas hacer con los infantes? – le preguntó Ludovica.
— ¿Acaso importa?
— Sí. Y mucho. Traicionaste mi confianza y pusiste en peligro la integridad de unos menores. Si no respondes a mis preguntas, asumiré que fuiste una cómplice del secuestro de la princesa y los infantes y serás sentenciada a muerte.
La mirada de angustia de Ruth pasó pronto a la de susto y, con el rostro pálido, susurró:
— Yo no tuve nada que ver. Solo quería usar a los infantes para negociar la independencia, estaba desesperada. No planeaba hacerles daño, sería como un paseo para ellos.
Ludovica dio un suspiro de fastidio y, con un tono más suave de su voz, le explicó:
— Bueno, eso ya no importa. Para tu información, la princesa ya fue rescatada, pero resulta que justo mientras nos concentrábamos en ella, desapareciste tú con los infantes. Y ahora resulta que no los veo por ningún lado. Solo ten en cuenta que, si la reina se entera de esto, su ira caerá en la península y ahí sí que te será complicado negociar la independencia.
— ¡Bah! ¡Como si eso le importara! El único perjudicado será el pueblo, la gente como tú seguirá como si nada.
— Al contrario, ella planea destituirme y ya me consideran una paria en el Gran Reino. Por eso, le tengo una propuesta que puede interesarle, pero se la daré con la condición de que no vuelva a jugar con mi confianza ni haga ninguna locura más. A cambio, la apoyaré en su lucha por la independencia.
Ruth abrió los ojos de la sorpresa. En el fondo, le intrigaba saber lo que quería proponerle la virreina y pensó que, incluso entre los telurianos, existían los desacuerdos.
“Quizás no debí precipitarme”, pensó, con pena. “Debí ser más paciente y persuadir a la virreina de que apoye mi causa. Además, se ve que se entiende con los nativos, por eso su mano derecha es un nativo de pura sangre. ¡Dioses! ¡Se nota que estoy delirando! ¿Trabajar con ella? ¡Jah! ¡Solo la usaré para mi propósito y luego la desecharé!”
— Fue ayer, por la noche – comenzó a explicarle Ruth a Ludovica – sí, planeaba tener a los infantes como rehenes, aprovechando que todos estaban concentrados en la princesa. Así, cuando llegara el momento, podríamos negociar y lograr liberarnos del Gran Reino, sin derramamiento de sangre.
Ruth respiró hondo. La virreina, con un gesto momentáneo de compasión, le dio de beber un poco de agua proveída por uno de los soldados. Cuando la joven aplacó su sed, continuó:
— Les engañé a los niños, diciéndoles que somos un grupo de espías secreto del virreinato y teníamos una misión especial. No sé si me creyeron, pero de igual modo accedieron a acompañarme. Solo que ya era muy de noche y estaban cansados, por lo que los mandé a dormir. Por mi parte, me puse a charlar con mis compañeros y bebimos un licor para celebrar nuestra “victoria”. A partir de ahí, sentí mucho sueño y me quedé dormida sobre mi silla, seguro que alteraron la bebida.
En eso, observó a los dos independentistas que estuvieron con ella, atados en el suelo. Los soldados los estaban asistiendo, a la par de que vigilaban que no hicieran ningún movimiento extraño. Fue así que la joven susurró:
— Éramos cinco, sin contar a los gemelos. Faltan dos… ¡Oh, no! ¡No puede ser!
Un par de lágrimas se le escaparon, lo cual alertó a sus compañeros ya que se acercaron a ella para consolarla.
— ¡Olga y Néstor nos la van a pagar!
— ¡Nunca debimos confiar en ellos! ¡Por algo fueron expulsados de sus tribus!
Eso último llamó la atención de Adriano por lo que, de inmediato, les preguntó:
— ¿Tenían alguna marca distintiva en el rostro? ¿Cabeza? ¿Extremidades?
— Néstor tenía una X en la nuca – respondió uno de los hombres – Olga… no sé, siempre iba tapada hasta las orejas porque “así vestían en su tribu”.
Tanto Adriano como Ludovica se miraron, concluyendo que la señora Rosana tuvo que ver en todo este asunto. Era normal que en un grupo tan masivo como lo es el de los independentistas, existieran diferencias de opiniones. De seguro, la ex gobernadora aprovechó eso para mandar infiltrados en el grupo y, así, generar algún caos interno para vaya a saber con qué oscuro propósito.




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