La voz

8

Sentía la cabeza embotada. Somnolienta, sí, así era como se sentía. Ahora que lo pensaba, no recordaba haberse ido a la cama. Habían cenado, eso lo recordaba, como mirar a través de una cortina de neblina. Recordaba que estaban sus padres y ella. También estaba a la mesa su prima Jennifer, que vivía a unas pocas manzanas. Después… no lograba evocar los recuerdos de lo que ocurrió después. Suponía que sintió mucho sueño y se fue a la cama.

Tenía la garganta seca y sentía frío, como si hubiese dejado la ventana abierta. No sentía las sabanas de algodón cubriendo su joven cuerpo y tenía mucha sed. Decidió que iría primero por un vaso de agua, o quizá robara un vaso del whisky etiqueta negra que guardaba su padre en el estante superior.

¡Cielos! ¡El whisky! Era cierto. Su prima llevaba un octavo en su bolso y le había dado un poquito, en su habitación, a escondidas de su padre. Claro, por eso no se acordaba de nada. Por eso sentía leves piquetes en la cabeza, sed y frío. ¿Había sido su primera borrachera? ¿Era su primera resaca?

En todo caso, ya no importaba. En esos instantes lo que necesitaba era un vaso de agua. Se levantó. O al menos intentó levantarse, ya que su cuerpo no respondió; había algo que le vedaba la libertad de movimiento.

Apenas fue capaz de alzar la cabeza unos centímetros. Fue entonces que vio las tiras de cuero que sujetaban sus pies y muslos, las que pasaban sobre sus caderas y pecho, las de las manos. Vio con creciente pánico la sangre que salpicaba la negra mesa. En una mesita vio los instrumentos (pinzas, bisturís, tenazas, cuchillos, jeringas…) que hicieron que sus ojos se abrieran llenos del más absoluto terror.

Junto a la mesita vio a la mujer con la máscara de gata.

Kimberly empezó a gritar. Gritó hasta quedar ronca.

Lo más aterrador era que sabía que no era un sueño, a pesar de lo inverosímil que resultaba todo. No había manera que de su habitación hubiera ido a parar a aquella habitación del terror, sin embargo, sabía que así era. Era real, ella realmente estaba atada a una mesa negra como la noche sin luna; realmente había una mujer enmascarada frente a ella, y era muy real el dolor que le iba a causar.

No podía ver el rostro de la mujer tras la máscara, pero tenía la certeza de que estaba sonriendo, disfrutando con su miedo.

¡Oh sí! Claro que lo hace ―dijo alguien.

Kimberly miró a izquierda y derecha, girando la cabeza lo poco que una correa en su cuello le permitía, para ver al autor de aquella voz, pero no vio a nadie más.

De una cosa estaba segura: la voz no era de la mujer tras la máscara.

Es más, ni siquiera creía que se tratara de una voz humana. Era demasiado grave y cavernosa, profunda, como si quien la emitía era un monstruo enorme y horrible. Del mismo modo que uno puede distinguir una voz adulta de la de un niño, o la voz femenina de la de un hombre, Kimberly supo que esa voz no era humana. Sin embargo, allí no había nadie, solo la mujer, la Gata.

―Vamos, no te calles ―dijo la mujer de la máscara mientras se acercaba hasta ella con una gran jeringa en la mano―. Tus gritos son música para mis oídos.

«Esa voz. Esa voz y ese mechón de cabello cobrizo que escapa de la máscara». No reconoció ni la voz ni el mechón, no obstante, sabía que debía reconocerlos.

La mujer dejó la jeringa en la mesa. Desapareció unos instantes para regresar al instante siguiente con unas velas negras.

―Vamos, grita ―repitió la mujer―, porque la pesadilla apenas está por empezar.

Sí, grita, grita, grita…

―Sangre de la chica ―entonó la Gata, alzando la jeringa.

Y Kimberly gritó. Esta vez no pararía hasta que terminaron con ella, hasta que le inyectaron algo que la abotargó primero y que terminó sumiéndola en un sueño profundo un instante después.

A la mañana siguiente despertaría en su habitación, cansada y adolorida. Miraría el cielo falso, las aspas del ventilador que ya empezaba a juntar telarañas por el desuso de diciembre. Miraría al otro extremo de la habitación, al ropero, una de cuyas puertas tenía un espejo a cuerpo completo, vería reflejada parte de la habitación…

Miraría sin ver, tratando de recordar algo, algo que sabía era vital pero que su mente aún entumecida y adormilada no acertaba a encontrar.

Entonces sentiría el pulso de su dedo descarnado, el escozor bajo la blusa, y todo se precipitaría como un diluvio en su mente. Como un tsunami que arrasa con todo lo demás, dejando solo el terrible recuerdo y el dolor.

Su primer impulso sería el de gritar, pero se contendría a duras penas, tapándose la boca con las palmas de la mano. Porque sabría que era verdad, que todo había sido verdad. Sabría que debía mantener la boca cerrada y ocultar lo ocurrido para que no volvieran y arremetieran también contra su familia.

Porque alguien que es capaz de hacer lo que le hicieron a ella, es capaz de todo.

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Hoy tocó capítulo cortito. 

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