Jennifer Belrose, Bellarosa, de pequeña soñó con llegar a ser muchas cosas. Desde tierna edad la consideraron bonita, y así era, las fotos de ese tiempo lo confirmaban. Su piel era tersa y blanca, su cabellera castaña y los ojos, avellanados.
Soñó con ser astronauta; después, que sería una doctora excepcional; una hermosa e intrépida abogada; cuando supo que era bonita, soñó con ser modelo; luego, cantante; y, más tarde, bailarina profesional.
Soñó muchas cosas.
Decididamente, ladrona, estafadora, asesina, integrante de una banda criminal que llegó a denominarse los Cazadores, no era una de ellas. Que además de ello también participaría de un ritual brujeril para aferrarse a la siempre voluble vida terrenal, era impensable.
Pero allí estaba, así habían ido las cosas. No se arrepentía de nada. Es más, deseaba con todo su ser que el conjuro saliera bien. Necesitaba la seguridad de la certeza de que su vida estaría menos expuesta para llevar a cabo algunos de sus planes.
De pequeña la llevaban a misa los domingos, y aunque no era muy devota, no le disgustaba. Le gustaban mucho los cánticos del coro, la voz melodiosa del cura cuando daba su sermón, el ambiente de tranquilidad y paz que se respiraba en el interior de la parroquia. Le gustaba ver a la gente con sus mejores galas, respetuosos, saludando y sonriendo, incluso a los niños. Era ella una buena niña, y sus padres, unos buenos padres.
Lo que nunca había entendido era que, si eran unos buenos padres, porqué Dios permitió que murieran en un trágico accidente de auto. Pero así había ocurrido y ella quedó huérfana a los diez años de edad. El dolor vívido era indescriptible, la soledad subsiguiente, insoportable y enloquecedora.
Después del accidente recuerda haber rezado entre llantos hasta que el sueño la alcanzaba y la envolvía en su cálido y sedante abrazo; cuando despertaba por la mañana albergaba la esperanza de que todo hubiera sido una horrible pesadilla. Pero la realidad la golpeaba con abrumadora fuerza: despertaba en casa de sus tíos, en una habitación que no era la suya, en una casa que no era la suya, con una familia que no era la suya, escuchando el llanto de una niña que no era hermana suya.
No se supera el dolor por la pérdida de los padres, no obstante, se aprende a vivir con ello. Ella no lo sabía, pero era casi como perder un miembro, una mano, una pierna, algo que nunca llegas a recuperar, que siempre necesitarás y echarás en falta, sin embargo, aprendes a vivir con esa ausencia. Lloraba a veces, echándolos de menos, a la mañana siguiente se sentía mejor y descubría que la vida continúa.
La vida continúa. Siempre continúa, no importa qué ocurra o qué falte, incluso si faltamos nosotros.
Ya había superado la pérdida de sus padres. Aún iba a la iglesia y hacía sus rezos como los demás, puede que hasta se estuviese convirtiendo en devota. Sus tíos la mimaban tanto como a su pequeña hija, que sería muy hermosa. Muchos decían que era igual a ella cuando era pequeña. La primera vez que le dijeron esto sus tíos, los miró con mirada triste y deseó de todo corazón que no se quedara huérfana a temprana edad.
Era un doce de julio, jamás olvidaría esa fecha. Tenía trece años y cursaba primero básico. Sus pechos empezaban a desarrollarse, turgentes, de pezones rosados; afortunadamente no había tenido su primera menstruación, sino…, no le gustaba pensar en lo que pudo haber ocurrido.
Había ido a casa de una compañera para hacer una tarea de ciencias naturales. Terminaron a las siete, todavía era temprano. La casa de sus tíos distaba a unas seis manzanas, no era una gran distancia. Además, las calles estaban iluminadas por decenas de farolas.
Se despidió de Mary y Daniela a las puertas de la casa de la primera, con el libro de la tarea abrazado contra el pecho. La niebla había empezado a surgir, etérea desde el Subín, y le produjo un sentimiento de desasosiego. Pero todavía era muy tenue; creyó que podría recorrer las seis manzanas antes de que se volviera densa y húmeda.
Una cuadra después, la niebla ya era espesa y el miedo la atenazaba con la fuerza de un niño que se aferra a su madre. Durante un segundo tuvo la certeza de que debía regresar, pero esa certeza desapareció tan rápido como había llegado, reemplazada por el pensamiento de que podía llegar a casa, de que debía llegar a casa.
Surgieron en la tercera manzana, justo a mitad de trayecto, en calle Azul, a una cuadra de la margen derecha del Subín, donde la niebla era muy espesa y empapaba como rocío. Eran tres sombras recortadas contra lo blanco de la niebla, como los espíritus que se decía venían con la bruma para hacer de las suyas. Jennifer dejó escapar un gritito, pensando que efectivamente estaba ante tres de estos espíritus.
Los espíritus se acercaron y Jennifer retrocedió, sintiendo cómo el miedo la envolvía como la niebla en la que se hallaba. Giró sobre los talones para echarse a correr, pero los espíritus fueron más rápidos. Uno de ellos la tomó por la muñeca y la hizo retroceder de un brusco tirón. Dos fuertes brazos la apresaron por la espalda y sintió el aliento a alcohol y a marihuana golpearle con fuerza el rostro.
Al final resultó que no eran espíritus de la niebla, sino tres tipos que habían estado bebiendo y fumando hierba en la esquina. Probablemente la esperaban, quizá solo fue una infortunada coincidencia. Nunca lo supo.