La voz

22

Cristian quiso bajarse de la patrulla apenas llegaron a Aguasnieblas, pero el policía no lo permitió. Probablemente el oficial Henrich le ordenó llevarlo a casa, aunque también era probable que el motivo fuera la niebla.

El agente, a quien Cristian no llegó a preguntarle el nombre, abrió desmesuradamente los ojos cuando se encontró con que el pueblo estaba cubierto de niebla; en calle Subín tuvieron que ir a paso de tortuga, pues era imposible ver más allá de cinco metros. Nadie que se digne en llamar agente de seguridad ciudadana iba a dejar a un jovencito perdido en aquel mar blanco.

―¿Dónde vives? ―fue lo que preguntó tras dar su negativa.

―Zona 1, calle Blanco ―respondió Cristian de forma escueta.

No podía evitar sentirse molesto. No quería ir a casa. Pasaría un buen rato antes de que pudiera escaparse de la vigilancia de sus padres. Porque algo era claro, y eso era que sus padres no lo dejarían salir por nada del mundo. No después de lo sufrido a manos de los Cazadores. No con una niebla como aquella. Todo mundo sabía que la niebla no era cosa buena, aún escépticos como su padre.

En la intersección de Subín y Blanco se encontraron con dos patrullas, ambas iban en dirección contraria a la de ellos. Tras las dos patrullas iba el único camión de bomberos del municipio y dos camiones más, repletos de soldados. Era obvio que lo único que podían hacer era contener el fuego, no exterminarlo. Se iban a sacrificar varias hectáreas de vegetación, pero al menos, se salvaría lo demás.

Todo era culpa de Elliam y sus esbirros. Y él en una patrulla rumbo a casa, cuando debería estar buscándolos para detenerlos.

¡Todos deberían estar buscándolos!

Decidió intentarlo de nuevo.

―¿No tendrías que ir con ellos? ―inquirió―. Estoy a solo un par de manzanas de casa, puedo llegar sin problemas.

El policía lo miró con cara de pocos amigos. «Como si le hubiera dicho que me gusta su hija.»

―No con esta niebla ―dijo―. Te llevaré a casa.

Nadie volvió a abrir la boca.

Cristian empezó a planear su escape. La patrulla se detendría frente a la casa, él se bajaría, esperaría a que el coche se fuera, entonces se esfumaría aprovechando la niebla y se uniría a los otros en la búsqueda. Muy simple. Lo cierto fue que el agente se bajó con él y lo entregó a los brazos de sus padres.

Casi pudo sentir la voluntad de Elliam tras esa acción.

Una hora después estaba comido y bañado en el borde de su cama. Los mensajes que los demás enviaban al grupo indicaban que se habían puesto en marcha. Cristian tenía la sensación de que no sería suficiente. Los mismos mensajes revelaban que los chicos estaban perdidos y no sabían qué hacer. Si él salía, quizá las cosas cambiasen.

Si bien no llegaba a entender cómo dos ojos más encontrarían la solución. Lo cierto era que sentía el apremio por lanzarse a la búsqueda.  

Apagó las luces y fingió dormir.

Eran casi las once cuando estuvo seguro de que sus padres estaban dormidos. Se levantó con sigilo y se trabó los zapatos con presteza. Era ya muy tarde y temía que no hubiera tiempo suficiente, así que salió lo más rápido que pudo.

En el exterior lo recibió la niebla húmeda, que lo envolvió como un sudario. No fue una sensación nada agradable; se le antojó un gas venenoso que se le adhería al cuerpo. Se repuso a la repugna inicial y consiguió llegar al portón que daba a la calle. Cuando lo cerró a sus espaldas, cayó de hinojos, presa de un dolor indescriptible.

No era un dolor común, como un golpe o una contusión. Era más, mucho más que eso. Era un dolor que le abrasaba el cuerpo, que le llegaba hasta los huesos, que le contraía el estómago, que hacía que su cabeza amenazara con explotar. De alguna forma supo que ese dolor era resultas del ritual. «Ya está, ya está ―pensó, aterrado―. El ritual ya está hecho. ¿Y ahora qué? ¿Moriré ahora mismo o me sorberán la vida poco a poco? ¡Santo cielo! Tendría que haber salido más temprano.»

Nunca supo si gritó o se limitó a enroscarse como un gusano, gimiendo y sollozando. Pensó en los demás chicos, y lloró por el dolor que debían estar sufriendo. Sintió que la piel se atirantaba y la cabeza empezó a palpitarle, aunque no tan rápido como su corazón, que iba a mil por hora. Cuando pensó que ya no lo soportaría, que iba a morir, el dolor cesó. No cesó paulatinamente, dejando reminiscencias como un sordo palpitar; no, cesó de golpe, como si nunca hubiera existido.

Se levantó sorprendido. Miró el teléfono y se dio cuenta que apenas había pasado un minuto. «Me parecieron siglos». Mandó un mensaje al grupo preguntando si estaban bien. Después se puso en marcha.

Al principio deambuló por las calles Blanco, Arpía y Alah, sin rumbo fijo. No podía dejar de pensar en el acceso que sufrió junto al portón de entrada. Se preguntaba si ya estaba todo hecho, si el ritual ya había sido completado, o si aún había esperanzas. No se sentía diferente, pero con esas cosas, nunca se sabe.

La niebla seguía tan densa que era palpable. Caminaba abriéndose paso entre ella, incapaz de ver más allá de cinco metros. Se le enroscaba en el cuerpo, casi como una serpiente, empapándolo. En los ángulos de visión más alejados creía ver que la niebla cobraba formas de monstruos de fábula, pero cuando volvía la vista, no miraba más que blancura.




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